Árbol muerto, árbol puesto
Se nos murió el árbol de Gernika pero, previsoramente, con amoroso cuidado se mimaba la existencia de un retoño del sagrado fallecido para sustituirlo por éste de juvenil savia. Y la tradición pervive cubriéndonos con sus maternales follajes, lo que es de agradecer porque ningún pueblo puede pervivir sin recrearse un pasado gratificante, aunque para unos fuera símbolo de privilegios y para otros de libertad (digno de la cursi Peñaflorida). Sin embargo, tanta preocupación por el árbol pudiera ser que no nos deje ver el bosque, y hay, como los amores, follajes que matan. Hablemos, pues, de follajes ante esta legislatura de naturaleza constituyente.
La Constitución de 1978 ensayó la actualización, la síntesis, entre tradición y modernidad; el encuentro del historicismo, en cierta manera, y el racionalismo de origen liberal. El peso del tradicionalismo era evidente en una sociedad educada por el franquismo que supo rechazar las tesis preliberales y algunas liberales mancilladas por el franquismo para la legitimación del Estado. Pero sí asumió retales tradicionalistas para justificar la descentralización autonómica, que, de paso, parecía que le iba bien a la legitimación de la Corona, y teñir así de tradicionalismo a toda la Constitución con el amparo y respeto de los derechos históricos en la Disposición Adicional.
Hay el riesgo de que las reformas constitucionales planteadas no faciliten el necesario encuentro
Si el ensayo fue la actualización del pasado en la modernidad, posiblemente ésta haya perdido ya la batalla ante el llamativo desarrollo de los localismos, de historia, origen y legitimidad supuestamente previos a España, y no digamos a la Constitución. Confusos en una descentralización cuya legitimidad residía en lo descentralizado y no en el que descentralizaba -diferencia fundamental con el federalismo-, nos hemos dejado arrastrar a este proceso de incoherencia política ante las reivindicaciones periféricas, que tienden a desmantelar la modernidad para volver al pasado.
La derecha hacía lo que podía agarrándose a sus fetiches de la unidad -que los tiene, pero insuficientes-, porque lo descentralizado tiraba mucho y los planteamientos teóricos de esta derecha están muy cercanos con los que ahora emergen: ella fue la que impuso los retales tradicionalistas en su día. Las instituciones autonómicas querían más, las adhesiones sociales se perfilaban hacía éstas, la búsqueda de la desaparición de las desigualdades se materializaban en el todos queremos más desde las autonomías, los mismo aparatos regionales de los partidos reivindicaban en este sentido. Se erigían todo tipo de exaltaciones y mitos sobre lo particular, las excelencias de las lenguas propias, de las historias propias, de las geografías propias, hasta del etnicismo en el caso vasco, amparando un individualismo -en el seno de un férreo comunitarismo regionalista- poco reflexivo. Son razones para que en esta legislatura se plantee la necesidad de reformas constitucionales que tienen todas las condiciones previas para no facilitar el necesario encuentro. Se carece de la prudencia política que facilitó la Constitución de 1978, del discurso de la reconciliación nacional del PCE, por ejemplo. Porque en estos años no hemos disfrutado del necesario discurso republicano desde la izquierda para la legitimación del Estado moderno, de los valores cívicos que lo deben sustentar, de la utilidad del mismo Estado, dogma del pasado de la izquierda, como instrumento para el desarrollo del igualitarismo socialista postjacobino. Por el contrario, se ha dejado arrastrar por la vitalidad de los discursos de los nacionalismos periféricos, en ocasiones seducida por la naturaleza subversiva de éstos, y nos encontramos ante la posibilidad real de que la más trascendente de las involuciones se realice con sus ropajes. Que se llame republicana la opción de Carod Rovira no deja de ser uno de esos sarcasmos de la historia por la que una opción acaba por hacer exactamente lo contrario de lo que dice su nombre. Es un síntoma, quizás, de una situación propia de los años treinta del siglo pasado, cuando bajo estandartes de unas ideas se realizaron papeles contrarios a ellas. Los fascismos, por ejemplo. Bajo lenguajes revolucionarios se escondía la más profunda de las reacciones históricas.
Bien, el árbol muerto será sustituido y tendremos otros ciento cincuenta años de símbolo para cantar por todos los vascos, aunque en las Cortes de Cádiz ya existieran apologetas de sus virtudes; pero eran españoles y, lo peor, eran constitucionalistas. Tantos árboles periféricos, con vocación de llevarse todo el abono y elevarse en soledad, más que alegrar con su presencia un bosque sólo producen melancolía, y además se secan.
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