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Una buena excusa

Antón Costas

Entre los muchos tópicos sobre nuestro país, uno de los más extendidos es que somos renuentes a los cambios. Como sucede con todos los estereotipos, hay mucho de falso. Es difícil encontrar otro país que haya enfrentado de forma ininterumpida durante los últimos 30 años tal intensidad de cambios. Recordemos algunos. La crisis económica e industrial de los años setenta, que se llevó por delante gran parte del tejido empresarial. Vino después el tránsito del franquismo a la democracia, y la construcción del Estado de las autonomías, todo un acierto de ingeniería política y social del que aún no somos del todo conscientes. A continuación nos enfrentamos al reto de la integración plena en la CEE en sólo cinco años. Sin tiempo para tomar aliento, nos propusimos entrar desde el primer momento en la Unión Económica y Monetaria Europea y en el euro, y se consiguió. De ser un país inflacionista y manirroto, hemos pasado a ser ejemplo de estabilidad presupuestaria.

Viene a cuento este recordatorio optimista ante el temor con el que en España y, en particular, en Cataluña se ve la nueva ampliación de la Unión Europea que tuvo lugar anteayer. Algunas de las características de los 10 nuevos países (salarios más bajos, condiciones laborales más laxas y buena formación educativa y profesional de su población) hacen temer a algunos que los nuevos miembros puedan transformarse en una amenaza para la industria, el empleo y el bienestar de los españoles.

Es difícil predecir con exactitud los efectos finales de la ampliación sobre nuestra economía. Entre otras cosas, porque el futuro no está escrito. Los resultados dependerán tanto de la situación de partida como de la forma como juguemos nuestras bazas. En principio, no hay motivos para suponer que nos vayan a arrasar. Las cuotas de las exportaciones españolas en los mercados europeos y mundiales no experimentarán grandes variaciones, dado que los flujos comerciales con esos países están ya muy liberalizados. Con las inversiones internacionales sucederá algo similar. El temor a que un fuerte incremento de la inmigración procedente de esos países pueda disminuir el empleo para los españoles es también exagerado, al menos si tomamos como referencia lo que pasó con la emigración hacia la UE en los años siguientes a la caída del muro de Berlín. Es más cierto, sin embargo, que se reducirán los fondos europeos (tanto los estructurales como los de cohesión y los de la PAC) que recibía España.

Pero también hay que ver la ampliación como una nueva fuente de oportunidades. Los nuevos miembros de la UE pueden ser contemplados por las empresas españolas de dos formas: como países fábrica para sus inversiones o como nuevos mercado para vender sus productos fabricados en España. Mi impresión es que hay que verlos más como nuevos mercados. Por dos motivos. Primero, porque tienen un fuerte potencial de crecimiento y consumo. Segundo, porque los salarios y la inflación en esos países subirán rápidamente y, en menos de una década, perderán su ventaja competitiva actual. Por lo tanto, las inversiones en nuevas plantas que se hagan en razón de sus costes salariales tendrán que ser amortizadas rápidamente y cerradas. Es lo que está sucediendo con muchas de las inversiones norteamericanas en México, que están cerrando para trasladarse a China. En este sentido, el atractivo como país fábrica no está tanto en el este europeo como en el este asiático. Un empresario catalán me decía estos días que el coste de un trabajador/hora en su empresa del Baix Llobregat es de 16 euros y en la de Corea del Sur es de 1,2 euros, y eso teniendo en cuenta que, por responsabilidad social corporativa, sus trabajadores asiáticos gozan de condiciones laborales y salarios superiores a la media de aquella zona.

Pero tampoco deberíamos ver con temor estas inversiones españolas en el exterior. Aunque parezca paradójico, no disminuyen el empleo en España. La razón es que se deslocalizan las líneas de producción o de producto con mayor contenido salarial y se dejan en el país de origen la producción "de lujo", es decir, de mayor valor añadido y que requiere empleo más cualificado y mejor pagado. Pero dado que los mercados crecen y la demanda mundial se expande, hay producción y empleo para todos.

Mi impresión es que la ampliación de la UE no representa un peligro para la economía catalana y española. Pero sí constituye una buena excusa para hacer aquello que en cualquier caso tendríamos que hacer si queremos mantener y mejorar los niveles de empleo y bienestar alcanzados en estos años. Eso es lo que sucedió con el ingreso en la CEE en 1985, que permitió llevar a cabo aquellos cambios (reconversión industrial, liberalización de los mercados, privatizaciones y otros) que difícilmente se hubiesen podido hacer apelando sólo a razones domésticas.

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Ya no podremos seguir compitiendo en salarios. España se ha beneficiado de ese handicap durante varias décadas, pero ahora esa ventaja les corresponde a otros. Ahora tenemos que procurar ser los mejores en algunas cosas. No en todas. El café para todos tampoco vale a la hora de diseñar políticas que incentiven la competitividad de nuestra economía. Para estar en los primeros puestos de la liga económica europea hay que apostar por unos cuantos sectores productivos. Hay que fortalecer algunas actividades que ya tienen una fuerte posición exportadora y de empleo, y elegir una o dos nuevas donde hay semillas que pueden germinar de forma rápida. Eso es lo que han hecho los países y las naciones sin Estado que mejor se han posicionado en los últimos años. El miedo a caer en el viejo intervencionismo industrial del franquismo ya no tiene sentido dentro de la UE. Sencillamente, hay que tener mentalidad de ganador y perder el miedo a volar. La ampliación es una buena excusa para hacerlo.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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