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Columna
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Medio de mayo

En el museo del Louvre se puede ver una maqueta que reproduce el templo de Zeus en Olimpia con la famosa estatua que Fidias hizo de ese dios griego y que está considerada una de las siete maravillas del mundo antiguo. La recuerdo para introducir esta columna sobre el Primero de mayo porque en ésa, como en otras muchas maquetas, la escala se representa con la ayuda de unas figuritas humanas colocadas en lugares estratégicos. Comprendemos las hechuras de gigante del templo y la dimensión colosal de la estatua del dios porque a su lado aparece una personita. Esos pocos milímetros de humanidad están ahí precisamente para revelar la grandeza del conjunto.

Esa imagen me lleva a otra más cercana al asunto de hoy y más significativa. Se trata de una viñeta publicada en este diario hace varios meses. Y aprovecho para decir que admiro el talento, la agudeza, el trazo justo y limpio de Máximo. En aquella viñeta (del 13 de diciembre de 2003) aparecía en primer plano una persona diminuta. Una hormiguita humana colocada estratégicamente al lado de un edificio enorme, coronado por este rótulo: "aparcamiento de problemas". En ese dibujo, igual que en la maqueta olímpica, la pequeñez humana daba la exacta medida de las cosas. En la desproporción entre mole y figura se contenía el sentido.

El mensaje que yo interpreto como representación dramática de una realidad en la que asuntos que la ciudadanía padece a tamaño natural son, sin embargo, suspendidos o desatendidos o directamente olvidados por la gestión y el debate públicos, en aras de un proyecto superior. Y estoy pensando, por ejemplo, en la voluntad cartográfica de nuestra política. En la energía, recursos, talentos dedicados aquí al diseño de mapas. El problema es que los mapas son siempre desiertos de personas. A esa escala perdemos incluso el estatuto de hormiguitas. A 1: 1.000.000 no se nos ve. Ni a 1: 50.000. Ni siquiera a 1: 12.500 se nos ve. Esa invisibilidad favorece una forma de ficcionalización de la política que consiste en fijar o reordenar desde arriba las prioridades ciudadanas; o en oponer prioridades teóricas a las prácticas; o en condicionar la resolución de éstas a la de aquellas; o en no considerar prioritarios los problemas con los que los ciudadanos tienen, sin embargo, que bregar a diario.

El repaso de algunos indicadores de la realidad socioeconómica vasca revela desajustes de ese tipo. Pone de manifiesto que el almacén de los asuntos pendientes de arreglo tiene dimensiones olímpicas o, por decirlo de un modo más moderno, un evidente exceso de edificabilidad. Me abstendré de hablar de la vivienda (aunque los pisos hayan vuelto a subir). Recordaré sólo la pérdida en Euskadi de más de un 10% en la capacidad de ahorro; del ensanchamiento de la brecha entre clases sociales; de las crecientes dificultades de muchas familias para llegar a fin de mes; del aumento del número de personas en situación de pobreza y de exclusión. Hay un núcleo socioeconómico presentable -presentado- y luego están los márgenes de la cruda realidad. Y esto es especialmente cierto en el mundo del trabajo. Empleos de los de antes conviven con una periferia laboral hecha de precariedad (más del 90% de los nuevos contratos son temporales); inseguridad (un accidente laboral aquí cada dos días); desigualdad insultante de las condiciones laborales de las mujeres. Y un largo etcétera de abusos más o menos encubiertos, de deficiencias formativas, de subempleo y desmotivaciones; de desagües en la noción de derecho al trabajo. Y de inadaptación de una respuesta sindical demasiado apegada a los esquemas clásicos; al núcleo, cuando hoy el sentido, la dignidad laboral se juega en los márgenes; cuando hoy, es en los suburbios del viejo proletariado donde el nuevo se debate, desasistido, prácticamente a la intemperie.

En este panorama, la versión tradicional de la fiesta del trabajo ha perdido, a mi juicio, gran parte de su sentido. El día se ha quedado, como mucho, en media jornada. El uno en medio de mayo.

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