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IDA Y VUELTA
Columna
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Pésames elegantes

Después de la masacre de Madrid, comenzaron a llegarme del extranjero todo tipo de condolencias. Los primeros pésames me dejaron atónito, no era algo que precisamente tuviera previsto. En uno de ellos hasta creí ver cierta retranca: "Vaya mi solidaridad contigo y con el maravilloso pueblo español y la Madre Patria en estos momentos de gran dolor para todos". Sé que a mucha gente le ha ocurrido lo mismo. En mi caso, el goteo de correos electrónicos duró unas dos semanas, y yo me decía que si eran capaces de mandarme elegantes pésames de ese insuperable calibre verbal, qué nivel de lenguaje podía esperar en el indeseable caso de que, un día, la muerte de alguien me tocara más de cerca. "Todos íbamos en ese tren", me escribieron algunos. Y yo pensaba: pues no, señor. La realidad nos dice que en ese tren iban las víctimas y que el resto nos hemos salvado. Es más, en general, ante la muerte de los otros (sobre todo si no los conocemos personalmente) uno puede llegar a sentir incluso una discreta satisfacción oculta. Un vivo nunca se cree tan grande como cuando es confrontado con un muerto, que ha caído para siempre: en aquel instante tiene la impresión de haber crecido un poco.

La sensación de felicidad producida por el hecho concreto de sobrevivir es un placer intensivo. Como decía Elias Canetti, el terror que un muerto yaciente produce en el ánimo de quien lo mira es sustituido siempre por una oculta satisfacción: el observador no es el muerto. "Por otra parte, siempre se mueren los otros", fue el irónico epitafio que eligió Duchamp.

Esas condolencias por la masacre de Madrid siempre las he asociado a la conducta de dos ladrones de guante blanco que hay en Bogotá, dos tipos que están apostados a la salida del hotel Orquídea Real y que dan unos pésames muy elegantes. Emplean una paciente y muy laboriosa media hora en montar una farsa perfecta que engaña a sus víctimas, que acaban dándoles confiados todos los dólares que en aquel momento llevan encima. Al escritor mexicano Gonzalo Celorio, por ejemplo, le timaron, con una gran habilidad verbal y una excelente puesta en escena, 500 dólares. Me contó Celorio que, al despedirse de él, con el dinero ya en el bolsillo, los dos individuos tuvieron el elegante detalle de darle sus condolencias: "¿Es usted mexicano, verdad? Pues acepte nuestro pésame más sentido por la muerte del gran Cantinflas".

Supe que esos dos tipos tienen la refinada manía de despedirse siempre así de sus victimas cuando, estando yo en ese hotel de Bogotá, engañaron a un escritor cubano, que me contó la decepción que se habían llevado los dos timadores cuando, tras perder media hora con él, habían descubierto que era cubano que residía en La Habana y que por lo tanto no tenía dólares. A pesar del contratiempo sufrido, los dos tipos supieron despedirse con elegancia de su víctima imposible: "¿Es usted cubano, verdad? Pues acepte nuestro pésame más pesaroso por la tiranía del comandante Castro".

A Mavis Gallant (lo cuenta Alberto Manguel en su Diario de lecturas) le sorprendió después del 11 de septiembre la necesidad de los franceses de compadecerse de Estados Unidos y que a cualquier persona con el más mínimo acento "americano" se le daba el pésame. Mavis, que es canadiense, se sentía obligada a aceptarlos agradecida. Una amiga suya entró en una tienda de París y, al mostrar por su acento que era americana, se vio inmediatamente rodeada de simpatizantes y obsequiada con muestras espontáneas de amistad. Minutos más tarde descubrió que le habían robado la tarjeta de crédito.

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