Una vía posible: hacia un teatro cívico
Uno. The Permanent Way, de David Hare, está siendo uno de los grandes éxitos de la cartelera londinense, primero en el Cottesloe y ahora en el Lyttelton. Tras The Breath of Life (La brisa de la vida en su versión española, aligerada por Pasqual en casi una hora), Hare ha vuelto al teatro político. Teatro indagatorio, mejor dicho, porque buena parte de su mejor obra (The Secret Rapture, Skylight) ya era teatro de claro trasfondo político. Pero cuando se cansa de la ficción, Hare se convierte en reportero, en indagador. Durante cinco años, a finales de los ochenta, entrevistó a sacerdotes, jueces y políticos, y en 1992 siguió la campaña de Neil Kinnock, la Gran Esperanza Blanca del laborismo. Con todo ese material edificó la soberbia trilogía de Racing Demons, Murmuring Judges y The absence of War. En 1998 viajó a Oriente Próximo y narró, en Via Dolorosa, lo que había visto y oído. El año pasado viajó metafóricamente en tren por Inglaterra junto a los actores de Out of Joint, en coproducción con el National, a las órdenes de Max Stafford-Clark. El resultado es The Permanent Way, un docudrama sobre la privatización de los ferrocarriles británicos. Sí, yo también pensé lo mismo que están pensando ustedes: "Menudo latazo". Pero no, nada de eso. The Permanent Way nace de un reportaje, The Crash That Stopped Britain, en el que Ian Jack se interrogaba sobre las causas últimas del choque de Hatfield. Hare y Out of Joint siguieron su línea de trabajo. Durante nueve meses, los actores del grupo entrevistaron a banqueros, funcionarios, maquinistas, policías, políticos, víctimas. Atraparon sus perfiles, acumularon el material. La verdad es que el texto de la función debiera haberlo firmado el colectivo de Out of Joint, pero la humildad no se cuenta entre las muchas virtudes de sir David Hare. Sttaford Clark ya había utilizado esa fórmula en A State Affair, de Robin Soans, un mosaico oral sobre la vida diaria en un barrio degradado, Buttershaw, en Bradford. The Permanent Way muestra, paso a paso, la corrosión en cadena de un sistema de valores, víctima de la codicia y la incompetencia. Cuando John Major impulsó la privatización, en 1993, una empresa pasó a controlar los trenes y otra las vías, compitiendo entre ellas. Los costes y la burocracia se dispararon. Los nuevos jefes eran ejecutivos que sabían llevar hoteles o fábricas, pero desconocían el mundo ferroviario. Así, la búsqueda de la ganancia rápida empezó por aniquilar una artesanía laboral basada en la experiencia. "Un maquinista o un controlador de vías tardaba diez o veinte años en dominar su oficio -dice uno de los entrevistados-. Con la privatización, eso se sustituyó por cursillos de unas pocas semanas". El mantenimiento se redujo al mínimo. La subcontratación hizo que nadie supiera para quién estaba trabajando. Hasta que comenzó a morir gente: los accidentes de Southall, Ladbroke Grove, Hatfield.
Dos. Ustedes pensarán: "Esto no es teatro, es periodismo". Desde luego: podría haber sido un perfecto documental de la BBC. Pero es esencialmente teatral, en la más pura estela brechtiana: la presencia física de los actores, todos espléndidos, genera una inmediatez de la que carecen los reportajes, dando cuerpo y voz y emoción a un análisis dialéctico que acaba suscitando una gran indignación ética. Para esquivar el didactismo sobrecargado de datos y atrapar al espectador, Hare ha orquestado dramáticamente el material con dos estrategias narrativas muy hábiles: una línea casi de serie negra, en la que un policía de ferrocarriles (Nigel Cooke) comienza a atar cabos y ve frenadas sus pesquisas por "inconvenientes", y, en la segunda parte de la función, los testimonios de los supervivientes, los grieving relatives. El héroe solitario y el colectivo, ambos buscando justicia. En The Permanent Way encontramos lo mejor y lo peor de David Hare. Lo peor: es tendencioso. No escuchamos la voz de Major, y el único político que aparece en escena, el laborista John Prescott, es un payaso plano que repite una y otra vez: "This must never happen again" como una marioneta. Lo mejor: su habilidad estructural, su formidable olfato para atrapar los detalles capitales. El inacabable silencio que precede a los gritos de pánico; el obrero que recuerda el accidente en blanco y negro porque el impacto le ha borrado el color; las madres (Bella Merlin, Flaminia Cinque), obstinadas como la Grushka de El círculo de tiza, que sólo quieren que Prescott asuma su responsabilidad última. Porque de eso se trata, en definitiva: no hay mejor diagnóstico de las raíces de la privatización que el monólogo de Nina Bawden (Kika Markham), la escritora que perdió a su marido en la catástrofe de Potters Bar: "Los políticos siempre ceden la gestión para poder culpar a otros cuando las cosas empiecen a ir mal".
Tres. The Permanent Way es inexportable, desde luego. Pero sólo el asunto, no la propuesta. Lo que me ha apasionado de este espectáculo es la vía que abre. Una vía, cierto, que no es nueva en Inglaterra: el Tricycle Theatre, de Kilburn High Road, lleva años trabajando en esa línea, que en 1998 llegó a una gran cota con The Colour of Justice, de Richard Norton-Taylor, sobre el juicio por el asesinato racista de Stephen Lawrence. Tampoco es nueva en Estados Unidos: ahí están los éxitos de The Laramie Project, de Moses Kaufman, o The Exonerated, de Jessica Blanck y Erik Jensen, altos exponentes de lo que podríamos llamar "teatro cívico". Una vía que aquí, en nuestro país, no sólo es posible sino también muy deseable, más allá de la sátira o la farsa crítica. Espectáculos teatrales sobre la colza, o el Prestige, o la manipulación informativa del 11-M, o mil temas más: como diría Sabina, nos sobran los motivos. Espectáculos como lo que en cine acaba de hacer Joaquim Jordá en De nens, con el caso Raval, sin ir más lejos.
(Posdata: David Hare está escribiendo una nueva obra, Stuff Happens, en torno al conflicto de Irak, la ignominia de Irak, y el neoconservadurismo americano. Se estrenará, en el National, el próximo otoño).
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