Rostros ocultos
Sin duda uno los nombres de más largo aliento, a la postre, del núcleo de jóvenes escultores que irrumpe en la escena vasca en el arranque de los ochenta, y figura de particular carisma dentro de su entorno generacional, Juan Luis Moraza (Vitoria, 1960) es un artista de inusual estirpe. Pues, si bien el devenir de su trabajo se ajusta al perfil estratégico y pautas de comportamiento propias de la escena finisecular, la concreción final de esa apuesta se distancia radicalmente de los estereotipos y rutinas reiteradas en ese entorno, que sólo abordará, en todo caso, mediante una sagaz distorsión paradójica.
La singularidad de su poética responde a una insólita y extravagante destreza imaginaria para la apropiación y reorientación del potencial metafórico de los materiales, recursos, objetos, códigos o contextos instrumentales más dispares, del que extrae luego desconcertantes asociaciones. Cierto es que, en no pocas ocasiones, por su enrevesada ambivalencia y saturación de guiños puede rozar lo indescifrable, pero, bien mirado, esa ambición de complejidad resulta un más que saludable antídoto frente al imperio del lugar común en el reader's digest del arte último.
JUAN LUIS MORAZA
Galería Elba Benítez
San Lorenzo, 11. Madrid
Hasta el 30 de mayo
Esta nueva incursión madrileña del artista se ajusta a las claves del Moraza mejor, que a mi entender es aquel de mayor mordiente irónica y no duda, cuando toca, en volver el aguijón sobre sí mismo. Tres derivas, ante todo, avalan en la muestra la sugestiva intensidad de su invención metamórfica. Primero, esa larga serie de pequeñas piezas escultóricas que son, en su sentido más literal, "moldes de besos", que parten del caprichoso volumen moldeado a partir de la cavidad bucal de los oficiantes del ósculo, y que el artista deriva -con una pluma, una espiral, unas alas de plata...- en caprichosos híbridos.
Luego, más cerca ya de la querencia por el discurso especulativo habitual en Moraza, el vídeo que superpone el recitado mántrico de una ponencia apócrifa de Lacan a la rotación de un emblema paralelo, también presente en la muestra, ese mandala dibujado, en Agalma, por una baraja que se diría inspirada por repertorios cosmogónicos al modo de los naibis del XV o el llamado Tarot Mantegna.
Y finalmente, por supuesto, la hilarante secuencia de estereografías cuyos ocultos placeres sólo se conceden al voyeur que se somete a un paródico ritual de gimnasia ocular.
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