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Europa, más plural y compleja

No es por quitarles mérito ni por rebajar su talla de estadistas, pero seguramente el 25 de marzo de 1957 ni el canciller alemán, Konrad Adenauer; ni el presidente del Consejo de Ministros italiano, Antonio Segni; ni el ministro de Exteriores belga, Paul-Henri Spaak; ni su homólogo francés, Christian Pineau; ni sus colegas holandés y luxemburgués, Joseph Luns y Joseph Bech, fueron capaces de imaginar el alcance de lo que estaban creando. Reunidos sobre las piedras bimilenarias, entre los augustos muros del Campidoglio romano, para firmar los tratados constitutivos de la Comunidad Económica Europea (CEE) y de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (ERATOM), la vocación visionaria de aquel puñado de políticos se daba por satisfecha con desterrar de una Europa occidental aún convaleciente las rivalidades y los antagonismos nacionales que habían provocado dos grandes guerras en dos generaciones, con fortalecer en esa zona la recuperación, el "milagro" económico en curso, y consolidar el nuevo y selecto club de seis democracias liberales, ensanchando sus intereses comunes. En pleno apogeo de la guerra fría, cuando todavía humeaban las ruinas de Budapest cañoneadas por los tanques soviéticos apenas cinco meses atrás, el telón de acero parecía infranqueable y la idea de que, en menos de 50 años, la Europa nacida de los Tratados de Roma llegaría hasta los confines de Rusia resultaba inconcebible.

Y sin embargo, así ha sido. A partir de mañana, los límites exteriores de la Unión Europea se situarán por Estonia a poco más de 100 kilómetros de lo que fue Leningrado, y por Hungría y Eslovenia se asomarán a los Balcanes, y desde Chipre avizorarán el desgarrado Oriente Próximo. Aquel homogéneo espacio inicial de los Seis, aquella Europa carolingia y renana que en 1973 se hizo más atlántica con la adhesión de las Islas Británicas y Dinamarca, que en la década siguiente basculó hacia el sur incorporando a Grecia y a la península Ibérica, aquella Unión que, desde 1995, parecía tener sus avanzadillas más orientales en Viena o Helsinki, comenzará por fin a ser una estructura geográfica e históricamente continental, transversal y superadora de la escisión impuesta desde 1945 a 1990 entre el Este y el Oeste.

Sin embargo, sería una simpleza creer que, con su paso de 15 a 25 socios, el club europeo se limita a absorber otros 10 mercados nacionales, a ganar casi 80 millones de consumidores más. No, con esta primera ampliación al otro lado de lo que fue el trazado de la iron curtain churchilliana, la UE incorpora también legados históricos, pulsiones identitarias, realidades lingüísticas y actitudes religiosas muy distintas de las que han caracterizado al hasta ahora núcleo duro de la Unión. En lo religioso, por ejemplo, Estonia y Letonia enriquecen el austero y secularizado luteranismo escandinavo con unas gotas de ortodoxia rusa, y Chipre se convierte en el segundo país miembro de confesión greco-ortodoxa. Pero, mayormente, los nuevos socios (Lituania, Polonia, Hungría, Chequia, Eslovaquia, Eslovenia y Malta) son de rotunda filiación católica y, excepto el último, no se distinguen por un catolicismo de retaguardia -como el nuestro-, sino de primera línea, en contacto y fricción directa con otros credos, endurecido bajo dominaciones extranjeras y gobiernos hostiles. De ahí los rasgos preconciliares que a menudo presenta (en Polonia, en Eslovaquia...) y el reto que ello plantea para el acervo laico e ilustrado de la "Vieja Europa".

Las diferencias también son agudas en materia lingüística. Ahí, la construcción europea, que se inició en un espacio de grandes lenguas estatales, a menudo transfronterizas e incluso transcontinentales (francés, alemán, italiano, neerlandés, inglés, español, portugués...) alcanza ahora unos territorios en los que reina la diversidad idiomática, trufados de minorías y donde lenguas habladas por unos cientos de miles o pocos millones de personas poseen rango estatal, son un atributo indisociable de la soberanía política. Por una parte, la oficialidad del maltés, del letón o del esloveno interpela a la Unión Europea sobre qué hacer con el catalán; por otra, gestionar con acierto la complejidad lingüística interna y externa de los 10 nuevos socios es un requisito esencial, indispensable antes de abordar la siguiente ampliación, la balcánica.

En definitiva, a partir de mañana irrumpirán con fuerza en la UE experiencias históricas, vivencias colectivas, filias y fobias del pasado que hasta hoy eran difíciles de encontrar en la Europa de los Quince. ¿Qué escritor, qué intelectual portugués, español o italiano -por ejemplo- sería capaz, como hace el Nobel húngaro Imre Kertesz, de equiparar con tan tranquila certeza fascismo y comunismo, de establecer entre ambos totalitarismos un continuum casi perfecto? Salazar, Franco, Mussolini, ¿homólogos de la Pasionaria y de Togliatti? Pero en Hungría, donde se pasó de una dictadura a la otra, la percepción es forzosamente distinta. ¿Y qué decir del recelo, de la hostilidad, del miedo que, desde Tallin a Varsovia y de Praga a Budapest, sigue imperando contra la Rusia invasora y opresora? ¿Cómo conciliar este sentimiento con la inveterada rusofilia francesa, tan manifiesta en tiempos del zar Nicolás II como en los de Putin? Conviene no olvidar, en fin, que a partir de mañana Auschwitz -en polaco, Oswiecim- ya formará parte del territorio de la Unión.

No pese, sino gracias a su heterogeneidad creciente en todos los órdenes, a sus desafíos cada vez más difíciles, la nueva UE desplegada desde Malta al Círculo Polar Ártico, desde Madeira a los Cárpatos, es lo mejor que los europeos hemos sabido hacer en dos siglos. Y visto el desolador panorama mundial de nuestros días, constituye uno de los pocos motivos de esperanza en el ámbito de las relaciones internacionales.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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