¿Buenas intenciones y malas políticas?
Como en casi toda Europa, también en Holanda las aguas del debate sobre la diversidad cultural andan revueltas. Muchos habían aludido al caso holandés como un ejemplo que seguir en el tratamiento de la muy significativa mezcla étnica, cultural y religiosa que mantiene ese país desde hace muchos años. El problema es que la solución adoptada parece haber llegado a un punto de no retorno. La presencia de inmigrantes en el país no ha parado de crecer desde la década de 1960. En estos momentos alcanzan cifras cercanas al 20% del total de la población, y en algunas ciudades, como Rotterdam, casi la mitad de los residentes han nacido fuera del país. Se calcula que, de seguir así, dentro de 10 años esa cifra alcanzará el 60%. La mayor parte de esos inmigrantes que pueblan la ciudad son turcos y marroquíes. Buena prueba de ello es la construcción de la mayor mezquita de Europa, que en breve mostrará sus minaretes de 50 metros de alto como señal inequívoca de su presencia. Los dirigentes de la ciudad, en la que el partido de Pim Fortuyn alcanzó las mayores cotas de popularidad, han decidido restringir sus políticas de acceso. A partir de ahora, si no hay contratiempos jurídicos, los inmigrantes que quieran establecer su residencia en la ciudad deberán demostrar que tienen un puesto de trabajo fijo y un nivel de ingresos el 20% superior al salario mínimo interprofesional, así como un buen conocimiento del holandés.
Por otra parte, las políticas seguidas hasta ahora por los sucesivos gobiernos de los Países Bajos están siendo objeto de profunda revisión. La tradición de verzuiling, que históricamente había conseguido integrar en el país a poblaciones de matriz religiosa muy distinta, se quiso extender a las nuevas poblaciones inmigrantes. Cada grupo étnico y religioso tenía y tiene aseguradas sus cuotas de recursos públicos, la presencia de sus élites en la formulación de las políticas y el respeto y la financiación de sus opciones de iglesia, educativas y culturales. El vive y deja vivir, juntos pero separados, que tan buenos resultados había conseguido mientras las distancias culturales y religiosas no eran significativas y formaban parte de matrices occidentales comunes, se va mostrando cada vez más insostenible. La fragmentación multicultural y religiosa, sostenida con fondos públicos, es muy significativa, y ello no consigue superar problemas de desigualdad que se trataban de paliar con la autonomía de las distintas comunidades. Al contrario, crece la dependencia. Entre los residentes no occidentales, el 20% depende de programas de asistencia social, cuando esa cifra es sólo del 2% entre los holandeses. Hay casi un 40% de fracaso escolar entre los jóvenes turcos o marroquíes, frente al 8% de los holandeses. Y ese espectacular 53% de personas privadas de libertad nacidas fuera del país. Dicho de otra manera, esa aparente gran tolerancia y reconocimiento de la diversidad ha provocado segmentación social, dependencia y estigmatización, y no ha reducido la discriminación, sino que ha aumentado la polarización social y la desconfianza, y ha reforzado asimismo las posiciones más xenófobas.
¿Qué lecciones se pueden sacar de todo ello? Desde mi punto de vista, lo que tenemos que ir asumiendo es que no tenemos modelo en el que fundamentar de manera precisa y seguidista nuestras políticas de acomodación. Políticas que, en cambio, estamos obligados a desarrollar frente a la inevitabilidad de una sociedad que será cada vez más diversa. Por una parte, no parece claro que la manera de abordar la imparable y creciente diversidad de nuestras sociedades sea seguir considerando los elementos de identidad religiosa y cultural de los inmigrantes como algo estrictamente privado, que debe quedar al margen del debate sobre el uso del espacio y de los servicios públicos. La vía francesa no parece que haya conducido hasta ahora a éxitos significativos al respecto. Por otra parte, la opción holandesa, que reconoce y fija derechos y cuotas para las distintas opciones culturales y religiosas, a pesar de sus buenas intenciones iniciales, parece acabar provocando más problemas de los que pretendía resolver. En un reciente libro editado por Gemma Aubarell, del Instituto Europeo del Mediterráneo, y Ricard Zapata, de la Universidad Pompeu Fabra (Inmigración y procesos de cambio, Icaria), se sugieren vías mixtas y negociadas probablemente más sugerentes y productivas. No podemos seguir considerando que nuestro objetivo es controlar la diferencia dentro del Estado nación, sin cuestionar el principio territorial. Las personas serán cada vez menos de un único Estado nación, y negociarán sus identidades, y por tanto no podemos seguir imaginando ciudadanías sólo basadas en los vínculos de sangre o de lugar de nacimiento. Cada vez más toma fuerza la idea del ius domicilii, la ciudadanía basada en el lugar de residencia. Y precisamente, en Cataluña, estamos desarrollando muchas veces sin saberlo este modelo híbrido y pragmático de casi ciudadanía, basado en el esfuerzo de los municipios que garantizan (sea o no legal) servicios esenciales, asistencia social y derechos de vecindad.
Desengañémonos. Como dijo hace tiempo Alfred Sauvy, "si las riquezas no van a donde están los hombres, serán los hombres quienes vayan a donde están esas riquezas". Y la inmigración es y seguirá siendo la única forma de huir de la pobreza para millones de personas. Pero también seguirá siendo cierto que el miedo al desempleo y la potencial disolución de la identidad nacional acongojará a muchos europeos, y hechos como los del 11 de septiembre de 2001 o los más recientes e igualmente dramáticos del 11 de marzo seguirán provocando oleadas de rechazo y formento de las opciones de extrema derecha. Deberíamos seguir practicando políticas de acomodación, con una base fuertemente local, y abriendo ambientes, espacios dotados de posibilidades en los aspectos culturales y religiosos. Y deberíamos seguir haciéndolo con esa lógica de sentido común, ausencia de modelos rígidos y voluntad de ir acomodando prácticas y formas de vida. Pero también apoyando con recursos y reconocimiento a los profesionales de la enseñanza, de la sanidad y de los servicios sociales que, sin buenas intenciones genéricas, sino con ganas de resolver problemas y generar convivencia, buscan día a día formas de construir nuevas Cataluñas, nuevas ciudades, nuevas vecindades, nuevas políticas.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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