La libertad y los libros
Es común oír contar que a tanto llegaba el celo de José Ortega y Gasset por preservar de la curiosidad pública las fuentes de las que bebía su pensamiento que, siempre que un periodista visitaba su casa, el filósofo corría, en bata y zapatillas si era necesario, a colocarse delante de la biblioteca para ocultar los títulos de los volúmenes. Durante años estuvo enzarzado en una huera disputa con Heidegger sobre si ciertos conceptos habían sido invento de uno o del otro, y en previsión de mayores hurtos Ortega había resuelto denegar al prójimo la ocasión de husmear en sus lecturas. A veces me imagino a nuestro gran cerebro retirándose a su despacho a solas, después de despedir a la asistenta y echar el cerrojo a la puerta, y suspirar, con el único testimonio de una lámpara, recorriendo sus páginas preferidas, acariciando los márgenes, disfrutando con una gula morbosa de aquellas líneas que sólo él estaba autorizado a paladear. Lujuria mucho más perniciosa que la de la carne y el cartílago es la lujuria de libros, advierte Guillermo de Baskerville a su fámulo Adso en El nombre de la rosa: porque existen hombres, añade a continuación, que desean que los libros se abran sólo para sus ojos y los aman con una cerrazón que se acerca al rigorismo victoriano, sin permitirles el adulterio con otros lectores. Y precisamente el oscuro monje Jorge de Burgos, a quien conducía la madeja de la trama en la novela de Eco, codiciaba hasta tal punto cierto manuscrito de Aristóteles que asesinaba sin piedad a quien interpusiera su mirada entre él y sus párrafos: y que, a pesar de su ceguera, acabó devorando materialmente el manuscrito, masticando sus hojas y contaminándose del veneno que las impregnaba.
Yo estuve en Gijón con ocasión de la última Semana Negra para contemplar un espectáculo que era la perfecta antítesis de estos dos ejemplos de egoísmo. Las ediciones sucesivas de Paco Ignacio Taibo, PIT I y PIT II, concluyeron la presentación de una antología de poesía española en el exilio recopilada por el primero de ellos con la entrega de una serie de ejemplares a los asistentes y la orden anexa de abandonarlos en lugares públicos una vez concluida la lectura. Se trataba, si no me engaño, del primer book crossing que se efectuaba en España, importado de esos países anglosajones donde también las modas culturales tienen su amanecer: a saber, el ejercicio consistente en leer una obra y depositarla luego en una zona de tránsito para que un nuevo lector pueda beneficiarse de ella. Ahora, observo complacido, la Consejería de Educación de la Junta ha decidido celebrar el Día del Libro sumándose a la iniciativa y ha liberado o puesto en circulación más de 15.000 libros entre las distintas capitales andaluzas. Sin haber hablado con ellos ni haber contrastado sus opiniones, me consta que todos esos libros que a estas alturas viajan de mano en mano entre patios y estatuas son mucho más felices que los pobres prisioneros encadenados de Ortega o los manuscritos de Jorge de Burgos: también ellos prefieren las excursiones y los paseos, conocer nuevos cielos y rostros, servir de espejo a sueños diferente cada noche y cada día. Y es que, parafraseando el versículo de un evangelio apócrifo que Borges mencionó una vez, es el libro el que escoge y no el hombre.
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