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DON DE GENTES
Columna
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Pecador de la pradera

Elvira Lindo

HAY UN RESTAURANTE francés en Madison Avenue donde sólo dejan entrar a mujeres operadas. A ver si nos entendemos: tampoco es que hayan puesto un cartel en la puerta, pero digamos que se sobreentiende, vaya, que lo sabe toda la peña. A mí en principio me dejaron pasar, no me pusieron ninguna pega, porque en América lo que manda es el dinero y con dinero te puedes saltar las normas a la torera; ahí tenemos a Bush con el Tratado de Kioto, que se lo pasa por el arco de triunfo, o por decirlo de una manera gráfica a la par que poética: "El tratado de Kioto / Bush se lo pasa por el escroto". Parece una coplilla flamenca de Emilio el Moro o de Chiquito de la Calzada, que no sólo sabe andar de puntillas sino que canta flamenco con cierta gracia. Ahora le quieren hacer un congreso o algo así, y estoy un poco dolida, la verdad, porque han llamado a mi santo para que pronuncie una conferencia magistral a fin de que analice palabras como finstro o expresiones como pecador de la pradera, y desde aquí lo digo con una sinceridad rallana en el resentimiento: yo sé más de ello. Pero qué le vamos a hacer: en este país se me ningunea sistemáticamente. Por eso he cogido el canasto de las chufas y me he ido a otro: estoy en Nueva Yol, como dice Paquito d'Rivera. Y ya te digo: me puse una maravillosa cazadora naranja butanero de Miguel Palacio con la que estoy dando el cante en esta ciudad en la que es bastante difícil dar el cante porque los americanos ponen el listón muy alto, y me fui a cenar a ese restaurante francés, muy fisno, que hay en Madison. Un poco como Julia Roberts en Pretty woman, con las consabidas distancias físicas a favor de Julia, claro está, aunque hay algo que tenemos en común: las dos somos de brazo gordo, que es un dato doloroso que Almodóvar señaló a la vuelta de los Oscar y que a mí se me quedó grabado porque me sentí tristemente identificada. En total, lo que te cuento, tía: sólo había mujeres operadas. Las cuarentonas, con su primer lifting y tal, y luego, las más maduras, con esa piel transparente y un poco grasienta que se queda a fuerza de peelings, liftings y reducción de bolsas en los ojos. Aquello parecía un bar de travestis. Porque yo creo, humildemente, que la estética ha avanzado más cuando opera a un tío para que se convierta en tía (ahí están mis travestonas de la calle de Almagro) que cuando intenta que una señora mayor se convierta en joven; por alguna extraña razón a muchas se les queda cara de travestis de edad provecta. Pero no quisiera criticar porque, quién sabe, tal vez un día (no muy lejano) yo quiera luchar contra los estragos del tiempo y me ponga en manos del cirujano de Loli Álvarez, que hace unos meses se hizo lo que yo llamo "una enmienda a la totalidad". Ya sé que muchos lectores de El PAÍS no saben quién es Loli Álvarez. Menos mal que escribo yo en este periódico que si no... Bueno, Loli Álvarez es de la peña de Tony Genil, Arlequín, Paco Porras y todos esos desechos de tienta. Y no doy más explicaciones. El que quiera más información, que se compre una tele, como ya ha hecho Emilio Lledó. Por cierto, la pasada Semana Santa le invité a comer a mi casa porque yo tengo la experiencia de aquellos amiguitos de mi hijo a los que sus papás no les dejaban ver la televisión porque eran muy puristas, pero cuando venían a casa ajena se quedaban enganchados a la tele, que no había quien los despegara. Pues no quiero yo que ahora mi don Emilio, con la tontería del comité de sabios para la televisión pública, se me haga un teleadicto por quedarse solito en su casa con su nueva tele. A ver si por hacer un bien a la patria ensuciamos una mente que, hasta el momento, era pura.

Pero retomemos el hilo narrativo: estábamos en Madison, en el restaurante. No sólo estaban operadas las maduritas. Yo tenía a mi lado una individua esquelética superpija, tipo Caroline Bersett (la que fue mujer del tristemente desparecido John John Kennedy Junior), que se había puesto unas lolas postizas que por la noche soñé que se las pinchaba con un alfiler y, ¡pumba, pumba!, se explotaban las dos. Es lo que te pasa cuando ves unas tetas tan grandes, dijo mi santo, que luego sueñas. Y yo le contesté: tú es que por lo que se ve tienes el sueño muy ligero. El caso es que en aquel restaurante de Madison no sólo había mujeres operadas, también estaba la crema de la intelectualidad. Todo el mundo conocía a todo el mundo. A nuestro lado había un tipo al que toda la peña reconocía y al que todos los clientes, al parecer, habían leído. Y nosotros estábamos allí, como dos elefantes en una cacharrería: ni éramos famosos ni estábamos operados. Por un momento, sólo por un momento, echamos de menos España, aunque no nos lo confesamos el uno al otro. Ay, suspiró mi santo, con un ligero velo de melancolía en su mirada. Ay, suspiré yo. Otros escritores, dijo mi santo, salen de España y se sienten perdidos porque en el extranjero no son nadie y eso les duele, es una patada en su putrefacta vanidad. No son como nosotros, dije yo, tan mundanos, tan cosmopolitas. Y ya no dijimos nada más. Nos quedamos mirando el fondo de nuestro vaso de vino y suspiramos al unísono: ¡Ay! Es alucinante, tía, estamos supercompenetrados en todas las facetas. La mítica Shere Hite nos debería dedicar un artículo de los suyos, no es por nada.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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