Jaime va a Europa
Persuadido de que son pocos mis méritos y muchas las plumas consagradas a la Causa que realizarían esta glosa con ardor más acendrado, habida cuenta las apremiantes razones que les asisten para corresponder con gratitud a los no pocos favores con que Vd. les ha prodigado, acometo la empresa de comentar su marcha, una marcha que contemplamos desde lejos los que jamás tuvimos el privilegio de compartir con Vd. mesa y mantel, glosar con nuestro humildísimo criterio nuestras no menos humildes opiniones, ni gozar de alguna merced que Vd. quisiera concedernos, en justa correspondencia por nuestros presuntos servicios al Estado. Y seguro de que la tarea que ahora emprendo me supera, pero persuadido al mismo tiempo de la honestísima motivación que me gobierna, manifiesto en público mi aflicción por su partida hacia más altas empresas, mi pesar por una ausencia que se sentirá hondamente en el tumultuoso Senado de los vascos y mi nostalgia, ya inminente, ante su falta. Son muchas las pruebas que Vd. ha dado a estas lealísimas provincias de la claridad de su criterio, la solidez de sus principios y la contundencia con que ha sabido poner coto a la ambición separatista, gobernada, como es sabido, por el egoísmo más indisimulado, la práctica de la difamación, el saqueo de la cosa pública, la disipación y la impiedad. No son pocos los elogios que Vd. ha cosechado a este respecto, emanados de plumas mucho más autorizadas (que han escrito al dictado de sesos no menos eximios, convenientemente instigados desde los honorables ministerios de la república) y a quienes he escuchado de viva voz en ciertas ocasiones, mordiéndome la lengua, debido a mi trabajo menestral, que tantas veces me impone el deber de relegar mis personales, y acaso atrabiliarias, opiniones, y que en otras ocasiones he padecido por escrito, sabedor en todo caso de que Vd. obsequiaba a sus autores con la generosidad y la munificencia de un bienhechor acaso no siempre desinteresado. A alguno de tales apologistas, le confieso, juzgo de tan dudosa catadura que jamás dejaría en su custodia un solo real de mi humilde, pero bien ganada hacienda. Me permito en este punto la insolencia de un consejo personal: que no renuncie a su influencia, a su auctoritas romana, a su modo de decir, a su aúlico carisma, cada vez que dictamina sobre los infinitos males que aquejan al pueblo vasco, y que siga iluminando con su llama y sus consejas a los gallardos banderizos que mantienen las trincheras de la Causa en esta tierra de gentes nobles y abnegadas, a las que sólo la ignorancia, la superstición y la falta de cátedras más encorajinadas les mantienen en el Error y sumisas al dictado de siniestros y sectarios cabecillas. Lejos quedan los tiempos, oh, señor, en que estas provincias daban fe de su inquebrantable comunión con la Corona, remotas pero felicísimas generaciones de aldeanos que bajaban de sus hermosos y bien abastados caseríos entonando zorcicos, sin idea alguna en el caletre, pero pletóricos de fe cristiana, de ágrafa obediencia, y de esa admirable simplicidad que adorna a los nobles brutos; esos disciplinados vascongados que nada entendían o pensaban, pero que eran los primeros en cumplir las órdenes de sus jerarcas cortesanos, y en derramar la sangre (ora en Cartagena de Indias, ora en los Intxortas; ora en la Edad Media, ora en la Moderna) como hambrientos buscadores de fortuna o como absurdos y olvidados requetés. Sí, son remotos esos felices tiempos que describo, porque ahora, por desgracia, el egoísmo campa por sus respetos en estas antaño honorabilísimas provincias, infestadas hoy de renegados. Pero quiero terminar con el respeto que me inspira toda persona que cree firmemente en sus ideas, algo siempre de admirar por descabelladas que parezcan ser aquéllas, y lo hago deseándole (y quiero remarcarlo, pues es de ley deslizar en este texto alguna frase verdadera) lo mejor para Vd. y su familia, y rogando que no dude en prodigar el severo discurso que fama y honra le ha proporcionado, frente a la debilidad de la progresía, la confusión de los ignorantes y la perversidad de los traidores a la Nación, en la seguridad de que, si tales opiniones prevalecen allá donde Vd. vaya como hasta ahora mismo han hecho, este pueblo al que ambos pertenecemos seguirá su irresistible marcha adonde va, esto es, adonde él quiera. Vale.
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