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El intelectual responsable

Confieso que no he entendido bien el artículo de Antonio Muñoz Molina El artista consentido (publicado en EL PAÍS el sábado 17 de abril). Al final de una cuidadosa lectura no acabo de ver a quién critica y a dónde va. Me deja desconcertado. No sé de qué intelectuales y artistas habla en concreto, ni a qué ambiente intelectual se refiere, si es al de hoy, en 2004, o al de 1968. Mezcla a los literatos, a los artistas y a los intelectuales como si los tres grupos tuvieran el mismo papel en la sociedad. Me imagino que su desasosiego no se satisfará con que los intelectuales comencemos a vituperar a Castro, como el último reducto del sistema soviético, y a Teodoro Obiang, como ejemplo de dictador africano, y dejemos de decir que la pobreza y frustración del mundo islámico es un caldo de cultivo para el terrorismo internacional. Su mensaje más claro es la llamada a la "responsabilidad política del intelectual". ¿La supone inexistente? Debo decir que escribo como profesor universitario, autor de libros y artículos en revistas científicas, en las de divulgación y en los medios de comunicación, un trabajo que me garantiza el título de "intelectual". No soy artista ni literato, y no puedo hablar en nombre de ellos.

Hay muchas cosas que me chocan en el artículo de AMM. Por ejemplo, en el primer párrafo se describen en general los privilegios de que disfrutan los intelectuales y artistas en nuestras sociedades democráticas, como si esto fuera un privilegio llovido del cielo. Debiera explicar con más detalle su mención posterior a los trabajos y labores, horas de estudio, la frustración de la creación y los sinsabores de fracasos parciales, que usted, como escritor famoso, sin duda conoce. Efectivamente, a los intelectuales nadie nos ha regalado nada. En nuestra carrera hemos tenido que trabajar mucho, competir en oposiciones y certámenes formales e informales, y medirnos con nuestros pares para asentar nuestra valía y conseguir el reconocimiento en los campos de especialización en que destacamos. Lo mismo que en Estados Unidos, los intelectuales que enseñamos y publicamos en Europa nos sometemos todos los días al veredicto de nuestros alumnos y nuestros lectores. Aquéllos nos evalúan formalmente, éstos nos evalúan con su voto en el mercado donde se veden nuestros productos. No estoy de acuerdo con que "al intelectual o artista no se le pide gran cosa en las sociedades europeas". Mi experiencia es diferente. Se ve que AMM no se enfrenta regularmente con una clase de masters en una escuela de negocios de primera línea, o quizás se ha olvidado lo que hay que trabajar para que le acepten a uno sus primeras obras escritas.

Eso de que "nadie le pedirá cuentas de las primeras [las más extremadas posiciones políticas] ni le censurará por el segundo [un estilo de vida llamativo]", no es cierto, por lo menos en cuanto se refiere a los intelectuales de mi entorno. Los intelectuales —no sé los artistas— pagamos por nuestras opciones tanto si son realmente radicales como si van simplemente contra corriente. ¿Cree usted que los bancos o empresas multinacionales me van a financiar una investigación que llevo a cabo sobre las tropelías de las empresas europeas en África? ¿Cree usted que los centros de investigación financiados por la patronal y el PP me va a contratar como consultor? ¿Cree que las editoriales que les son afines publicarán alguno de mis libros? Créame, amigo, quienes nos hemos significado por nuestras posiciones críticas del sistema actual de globalización pagamos un precio por ello. Somos excluidos de ciertos círculos donde corre el dinero, de las oportunidades de trabajo, de proyectos de investigación, de consultorías, de premios y de otras prebendas. Mire en cambio las que reciben quienes justifican el sistema. ¿Cómo se puede decir que cuanto más radical se manifieste en sus declaraciones mayor éxito comercial se puede tener?

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La descripción que hace de la situación de los intelectuales y artistas bajo el régimen soviético, que es muy atinada, nos puede servir para entender los privilegios y ventajas de los "intelectuales orgánicos" —y me imagino que también literatos y artistas— que todavía existen en las democracias occidentales y ciertamente en la nuestra. Pero no sólo hay que pensar en intelectuales a sueldo de gobiernos y alcaldías. También se puede desempeñar esta labor fuera del Gobierno, como funcionarios de grupos privados al servicio de intereses particulares muy concretos. Me sorprenden sus elucubraciones sobre los intelectuales en los Estados Unidos, donde imperan los "intelectuales orgánicos" del best-seller que crean las grandes empresas editoriales (¿cree usted que la novela The Last Juror, de John Grisham, es tan buena como para ser un best-seller universal?). Creo que su percepción del mundo intelectual y universitario de Estados Unidos, aunque la tenga muy reciente, es un tanto superficial. Yo, que leo con fruición la columna del profesor Paul Krugman en The New York Times y los artículos de Gore Vidal en The Nation o Slate, me lleno de asombro al leer que en Estados Unidos "los escritores no suelen publicar artículos de opinión en los periódicos". ¿No lee usted los artículos de Jeffrey Sachs, Paul Kennedy, Joseph Stiglitz, Paul Samuelson en EL PAÍS?

Reprocha a ciertos intelectuales y artistas que no defendemos suficientemente la democracia, la democracia sin paliativos, en sus esencias, consecuentemente, caiga quien caiga. Creo, amigo, que exagera. ¿Se ha jugado alguna vez la vida por defenderla? Usted probablemente no sabe lo que es defender la democracia en El Salvador en los años setenta. Déjeme hacerle una última consideración. Quizás usted experimenta la libertad que le da el ser una persona que ha llegado a la cúspide de la fama y el reconocimiento literario. Usted experimenta eso de que "la fama os hará libres". Pero muchos de nosotros, intelectuales menos famosos, pequeños mortales que combatimos, en la medida de nuestras posibilidades y nuestros alcances, por una sociedad nacional e internacional más justa y más solidaria, tenemos muchas limitaciones que nos obligan a hacer no pocos compromisos (en el sentido negativo de "concesiones"). Muchos de nosotros formamos parte de instituciones que no se identifican plenamente con nuestras convicciones más profundas y tenemos que transar. Tenemos que trabajar y vender para un público que no distingue bien matices políticos. Sobre todos los intelectuales más independientes, a quienes no nos subvencionan ni partidos, ni municipios, ni gobiernos, ni empresas, ni bancos ni think-tanks, tenemos que atemperar nuestros sentimientos y opiniones a lo que el público, del que vivimos, puede provechosamente captar y ser movido a la acción, lenta, pero incansable hacia el cambio, el progreso, la solidaridad internacional. Si en el camino hay que hacer concesiones, tenemos derecho a que nuestros compañeros más sabios nos entiendan y nos disculpen. La principal responsabilidad de los intelectuales es su compromiso (en el sentido positivo de "entrega") con la verdad como cada cual la entiende.

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