Inmersión cromática
Rafael Ruiz Balerdi (1934-1992) es, sin duda, uno de los mejores ejemplos de esa primavera dorada artística que floreció en San Sebastián entre 1950 y 1980. Tan inclasificable como su pintura, que se gestó en los aledaños del informalismo parisiense para derivar a lo extremadamente personal, la obra de Ruiz Balerdi tuvo y sigue teniendo dificultades para su proyección pública, porque su autor se puso siempre al resguardo de ésta, dejándola estar, así sin agitación extraña, "del salón en el ángulo oscuro", a la espera..., pero no invisible.
Ahora, por ejemplo, está bien al alcance de nuestra mirada y con profusión, a través de una selección de óleos y pasteles, que abarcan su producción de aproximadamente sus últimos quince años, quizá los más intensos de una trayectoria marcada por la pasión.
RAFAEL RUIZ BALERDI
Galería Metta
Villanueva, 36. Madrid
Hasta el 4 de mayo
No tardó mucho en decantarse Ruiz Balerdi por lo que definitivamente constituyó su ritual pictórico: un sumergirse en el color a través del gesto, con la naturalidad con que el pez fondea en la pintura. En este sentido, Balerdi estaba como ido, ensimismado en las profundidades, dejando sólo transparentar la estela multicolor de su cimbreante movilidad subacuática, que deja traslucir reflejos luminosos en la superficie. Un exótico pez de colores.
Desde fines de los años setenta, el pintor se dedicó con furor maniaco a rellenar superficies con tizas, cuyo grafismo era una red que atrapaba el color como se engasta la refulgente orografía mineral en una mesa de piedras duras. Con ello, rendía un homenaje a Gaugin, que transportó las vidrieras góticas hasta los lejanos mares del Sur. Pero este Balerdi, místico y visionario, que había atravesado las lindes del espacio convencional, abandonando no sólo las coordenadas cardinales, sino también la artificial diferencia entre tamaños, envolvía un meollo de untuosa sensualidad, que se batía al óleo frente al paisaje, como se nos revela en la presente exposición, en la que se prodigan cuadros plenos de arrebatada embriaguez.
Misticismo y sensualidad,
espíritu y carne, ¿están, entonces, como creíamos, tan alejados, tan antitéticos? En Balerdi, no obstante, se conjugan con naturalidad, forman la unidad cimbreante del color, que no sólo emite luminosos reflejos, cuya refracción anima la monótona superficie de las aguas, sino que se manifiesta en el movimiento y nos obliga a avanzar. Hay una lección oriental en esta inmersión del pintor dentro del paisaje: la de perderse por entre las profundidades de la pintura para que resplandezca el color.
De esta manera, se puede afirmar que el legado de Rafael Ruiz Balerdi no son telas o papeles pigmentados, sino estelas cromáticas, derrotas luminosas, tránsitos en el misterioso ballet de la naturaleza, donde los milagros se suceden sin ningún otro móvil que el de la presencia. Al fin, Balerdi logró estar y ser donde quiso: como un pez de colores en veloz fuga, visto y no visto, surcando el insondable océano de la pintura.
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