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Columna
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La radio

Donde menos se piensa salta la radio. Porque la radio es un animal doméstico, que duerme al lado de nuestra cama, nos despierta con fidelidad y nos acompaña por la casa a lo largo del ir y venir de los días. Pero a veces surge donde menos la esperábamos, y entonces resulta peligrosa, dispuesta a cambiar de piel, más parecida a un perro salvaje que a una liebre. Cuando viajamos en coche y nos arriesgamos al azar de las emisoras, o cuando entramos en un taxi, la radio puede enseñar los colmillos y morder. Salir de casa supone arriesgarse a que llueva, a que haga mucho calor, a que nos encontremos con un atasco en la carretera, o a que salte en la radio una emisora ajena para amenazarnos con los filos de un mundo incomprensible. Y no se trata de matices, de perspectivas distintas o de opiniones dispares, sino de verdaderos abismos que hacen del pensamiento una superstición. Voces extrañas convierten lo blanco en negro, la oscuridad en luz, la locura en sensatez, la muerte en vida, la agresión en espíritu de cooperación y la radio de compañía en un animal furioso. No sé si el nuevo talante llegará a todas las emisoras y si la tendencia al diálogo, la renovación y el respeto alcanzará a los periodistas vociferantes de algunas tertulias jurásicas. Tal vez sea demasiado soñar. Mientras tanto, moverse sin prudencia por el dial o entrar en un taxi constituye una práctica de alto riesgo. El deseo de dejar atrás una etapa de crispación, insultos y combustiones internas se hunde ante el tono de violencia seca, rencor acumulado y cinismo que siguen manteniendo algunos paladines de la extrema discordia.

Lo que más extraña es comprobar el carácter oculto de la realidad que compartimos. Tendemos a confundir nuestra rutina con el estado natural de la existencia, porque nos movemos en un barrio de la vida y pensamos que la gente se parece a nuestros amigos, a la clientela de nuestro bar, a los lectores de nuestros periódicos, a los participantes en nuestras discusiones o a las voces de nuestra emisora de radio. Pero de pronto comprendemos que el mundo está compuesto por estratos, sótanos y cavernas muy diferentes. Cambiar de emisora supone un experiencia semejante a caminar por la ciudad en un día de fiesta, muy en concreto el día de la Patrona. Las calles cambian de piel y salen a pasear, con sus trajes de domingo y sus beaterías, unas multitudes que tienen poco que ver con el paisaje cotidiano, ese entorno diario que confundimos con la realidad. Las sorpresas causan más efecto cuando estallan en medio de una geografía familiar. Y la radio es un animal de compañía, el punto de voz que mantiene una concepción cíclica del tiempo. Las horas se sumergen en una programación de mañana, tarde, noche y madrugada que mantiene los acontecimientos diarios en una sucesión de carácter regular, amistoso, casi carnal. La radio hace que el tiempo y la historia alcancen un trato íntimo con sus oyentes. Por eso resultan tan bruscos sus cambios de piel, las versiones de la realidad de algunas emisoras que nos esperan agazapadas en el interior de un taxi. Del mismo modo que en los paquetes de tabaco se anuncia que fumar es peligroso para la salud, sería conveniente que algunos taxistas pusieran un aviso en sus vehículos: "En este taxi se oye la COPE".

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