Amores irracionales
San Francisco de Asís hubiera sido felicísimo en países anglosajones donde el amor a los animales es indicio de buenos sentimientos cuyas fronteras van ampliándose y dejan de ser exclusivos de las damas inglesas estériles. Son famosos algunos cuantiosos legados y herencias que han tenido como beneficiarios a un gato, un loro o una tortuga. ¿Por qué no? Sin duda existen deudos con menores merecimientos de la gratitud póstuma. En estos días se ha dado un paso gigante y protector en cuanto al tamaño de los que aún no pueden ser considerados como mascotas domésticas pero -no sabemos cómo- quizás algún día lo sean: los toros de lidia. Por lo pronto, el Ayuntamiento de Barcelona propone la prohibición de las corridas, algo que, si se lleva a cabo, significará la extinción futura de estos rumiantes, pues no habrá ganaderos que se entreguen a su crianza. En general, siempre se trató de bestezuelas de poco tamaño, portátiles, diríamos, lo que no exime el afecto que pueda despertar el caballo, o el pollino peludo y dulce, como Platero.
El exordio viene a cuento de una singular anécdota que me ha contado una pariente próxima, recién llegada de la Costa Oeste de los Estados Unidos, especialmente curiosa en estos tiempos en los que cualquier anomalía en el equipaje de los viajeros es considerada suspicazmente por las policías de medio mundo. Aunque todo se andará, no ha tenido secuelas el burro explosivo de Alberti. Las campañas en pro de los animales apenas encuentran reposo en aquellas tierras, donde hace tiempo se ha resuelto el transporte por avión de seres tan apreciados. No se pueden llevar en la cabina de pasajeros, salvo autorización expresa del comandante de la nave y raramente más de uno en cada vuelo. Han de hacer el trayecto en la bodega, que carece de comodidades, no debe estar convenientemente presurizada y en ella hace un frío que pela, con 40 grados bajo cero en el exterior. En tales condiciones, algunos perecen o sufren grandes penalidades en recorridos de quince o más horas, sin escalas.
En uno de esos vuelos trasatlánticos, quizás entre Los Ángeles y Roma, una caritativa dama facturó a su amado perrito, dentro de una cesta primorosa. Al llegar a destino, reclama el canasto, que no aparece por parte alguna. Un empleado de la compañía le comunica -cuando ya habían sido despachados todos los pasajeros- que debido a disposiciones sanitarias de última hora los animales deben pasar una breve cuarentena. Toman nota de las señas de la señora e incluso aseguran que si desea recogerlo, un par de días después, tiene reservado un sitio en cualquiera de los minibuses que enlazan la Ciudad Eterna con el aeropuerto Da Vinci.
Con desacostumbrada entereza repuso que bueno, lo comprendía y volvería a buscarlo cuando la avisaran al hotel. Cuarenta y ocho horas más tarde comparecía en el lugar adecuado, donde, con la mejor de las sonrisas y las más expresivas disculpas, le entregaron la misma preciosa cestita. Algo se movía en su interior que provocó grandes alaridos en la viajera y un desmayo, mientras los más negros augurios invadían la mente del responsable de la empresa aeronáutica. Hubieran considerado normal una escena histérica al no poder rescatar su envío, el cansancio del viaje, la falta de preaviso acerca de la súbita cuarentena; en fin, las reclamaciones de rigor, entre las que no se descontaba una limusina.
Nada de eso. El misterio se desveló cuando ella recobró el conocimiento. Su perrita -era una hembra- había muerto en Estados Unidos y la había hecho embalsamar, para darle sepultura en la finca que poseía en algún lugar de Italia. Lo que menos esperaba era aquella resurrección sobrenatural. Como el detalle era desconocido por el transportista, al desembarcarlo y encontrar el cuerpo inerte supusieron que había fallecido durante el vuelo. Aturdidos por el descubrimiento alguien sugirió la luminosa idea de ganar tiempo y buscar otro can de la misma raza e idénticas características. No es de extrañar la sorpresa y el susto morrocotudo que se llevó la dueña. Lo que ignoro, pues la mayoría de la historias se detienen abruptamente, es lo que ocurrió después, si la dama montó el cirio reclamando los restos de su compañerita o presentó una denuncia y una reclamación de varios millones de dólares, asesorada por algún abogado. Esto supongo que nunca pasará si alguien se encapricha de esa manera con un toro de cinco años y 600 kilos de peso. El amor a los animales puede derivar en situaciones comprometidas.
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