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Columna
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Los 'terminator' de la democracia

El presidente Bush ha considerado inadmisible el compromiso electoral de Zapatero de retirar a los soldados españoles de Irak, y le han empujado a movilizar sus tropas ideológicas. Desde la artillería audiovisual de Murdock hasta los terminator periodísticos, especialistas del killing doctrinal, reclutados entre los fieles de Sharon. De entre ellos, dos editorialistas, Thomas L. Friedman y William Safire, de The New York Times, se están llevando la palma. Su racionamiento reproduce los argumentos de Bush: retirarse es apoyar a los terroristas y poner en peligro a la democracia en el mundo. La mixtificación que supone calificar de terrorismo a la guerra en Irak y de terroristas a quienes luchan contra las fuerzas extranjeras de ocupación; la absoluta certeza, que hoy nadie discute, de que Sadam no disponía de armas de destrucción masiva y de que ni financió ni organizó ninguna acción terrorista en el exterior; su beligerante antagonismo con Bin Laden, que hacía imposible que éste pudiera servirse de Irak para sus operaciones criminales, son hechos inexistentes o irrelevantes para estos cruzados sharonianos. Lo que cuenta es su total alineamiento con la decisión del clan Bush de invadir Irak, que ahora sabemos que data de antes del 11 de septiembre.

En su artículo No Vote for Al Qaeda, Friedman se basa en dos experiencias españolas -las elecciones del 14M y la Guerra Civil- para intentar convencernos de que lejos de reducir las tropas ocupantes de Irak hemos de aumentarlas, pues sólo así evitaremos que se repita el acobardamiento de los españoles, que el miedo invierta el sentido del voto, que secuestre las elecciones y lleve a sus líderes a la claudicación. Aunque los datos nunca funcionan contra el sectarismo, recordémosle al señor Friedman que la promesa de Zapatero de abandonar militarmente Irak sin un mandato de la ONU es muy anterior al atentado del 11M; que más del 90% de los españoles se declararon contrarios a la guerra y que las manifestaciones en ese sentido han sido reiteradas y masivas, aunque, tal vez, para el credo democrático del señor Friedman, como para el de José María Aznar, ese tipo de expresiones de la voluntad popular sean insignificantes y de mal gusto; que el proceso de la creación del sentido del voto en las últimas elecciones, que los servicios del NYT pueden analizar gracias al material existente, permite afirmar que el elemento discriminante fueron la obstinación y los manejos del gobierno de Aznar respecto a los autores de los atentados; y finalmente, que la presencia en las calles de España de más de 4 millones de personas en respuesta a los atentados prueba que en cuanto a guts, a ciudadanía y a solidaridad mundial, los españoles nada tienen que aprender de Bush, Sharon y los suyos. Por lo demás, reducir la Guerra Civil española a un experimento en el que se verificaba la potencia y eficacia de las armas nuevas, como hacen el señor Friedman y el politólogo israelí Yaron Ezrahi, en quien se apoya, no es sólo falsificar la historia sino convertir el primer gran acto de resistencia colectiva frente a los regímenes nazifascistas -que a nuestro país le costó 3 años de tragedia y casi un millón de muertos-, en una operación de ingeniería y mercadotecnia armamentística. Desde esa lectura de uno de los acontecimientos centrales de la historia contemporánea de España es coherente la propuesta con la que cierra su artículo: que cada país de la UE envíe 100 hombres para acompañar a los españoles que ahí están. Pero ni los 1.300 soldados que mandó Aznar ni los 2.500 que propone el señor Friedman que les agreguemos, significarán otra cosa que un gesto simbólico, no de lucha contra el terrorismo sino de apoyo a Bush y a las petroleras norteamericanas. Pasar de lo simbólico a lo efectivo reclamaría un mínimo de 500.000 soldados y un presupuesto de 500.000 millones de dólares anuales. ¿Quién quiere y puede proporcionarlos? En cualquier caso, haber hecho efectiva la guerra contra el mundo islámico que nos anunció -¿wishful thinking?- Huntington, es lo que sí que puede poner en peligro nuestras disfuncionantes democracias.

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