Sesión continua en la Cuarta Pared
Uno. Esta semana he hecho doblete en la Cuarta Pared. A las ocho, Y los peces salieron a combatir contra los hombres, de Angélica Liddell. A las diez, Desorientados, un trabajo colectivo, dirigido por Jorge Muñoz y Blanca Portillo. Dos funciones vivas. Irregulares, mal cortadas, pero vivas, vivísimas, cada una a su modo. Angélica Liddell, maravillosa chica rara. Quedan pocas. "Los irrazonables se extinguen", como decía Handke. Angélica es más bien luciferina, a Dios gracias, y su discurso -aullado, vomitado, cantado, llorado- es una respuesta felizmente nada sensata a la ignominia, a la muerte liofilizada, convertida en "problema" social, sociológico. Angélica Liddell ve una foto de negros muertos en el Estrecho bajo el titular Los problemas de los emigrantes y se le incendia el pelo ("¿problemas?") y lo que no es el pelo. Angélica Liddell está escribiendo en el Vips de Serrano y en la mesa vecina una banda de cabrones con la rojigualda en el reloj (parado) ven la misma foto y ríen: "Un negro menos". La labor de Angélica Liddell consiste, básicamente, en restituir el horror secuestrado por la información. No había visto ninguna función de Angélica Liddell y ya iba siendo hora. Chica rara, extraña criatura. Mi mujer vio su foto y dijo: "Parece una hija de Mina y Pee Wee Herman". Después de haberla visto en la Cuarta Pared, añado: y de Copi y de Loreta Strong. Hay una cruz de lavadoras en el escenario, y olor a pez muerto, y un falso negro muerto, un "negro visto por los blancos", con la cara pintada de minstrel boy, el icono acuñado por Al Jolson en El cantor de jazz. Y en el centro, la Chica Rara, vestida con los retales que sobraron del banderazo de la plaza de Colón. Es un espectáculo "antiguo", bañado en las esencias -las mejores y las peores, indistintas- del "teatro independiente" de los setenta: otro nexo con Rodrigo García y Roger Bernat. A ratos, los más retóricos, la Liddell parece Madame Pétaloderosa escupiendo la rabiosa retórica de Romero Esteo. Pero a menudo viaja mucho más lejos: he ahí una voz auténticamente poética, una batidora en la que se agitan y se fecundan Pasolini y Bernhard, Cendrars y Jarry, con unas gotas de Lorca Bajo la Arena. Y Weiss, el viejo Weiss: el espectáculo es una imprecación, un aviso para navegantes de lujo. Jenny Liddell, delirante, anuncia la revuelta: los negros muertos se convertirán en peces devoradores, justicieros. Y "sucederán milagros". Su boca se llena de la sangre profética de Shakespeare: "Los caballos de Duncan, hermosos y ligeros, los favoritos de su raza, se volvieron salvajes, rompieron sus establos y emprendieron la huida, rebeldes a obediencia, como si declarasen la guerra al hombre". La Liddell puede escupir eso y luego abrir la puerta a El emigrante de don Juan Valderrama: même combat. Anoto otra frase gloriosa, puro Guy Debord: "La apoteosis de la burguesía consiste en no reconocer la melancolía en el resto de los hombres". Me gustas, Chica Rara. Aunque a tu grito le sobre un buen cacho: ¿por qué te sometes al imperativo de la hora y media? Y al final, ah, una camiseta de Pasolini, con su ojo izquierdísimo sobre el corazón de ella. Qué emoción. "Este hombre, señor Puta, era amado por los peces. Este hombre de aquí, señor Puta, está caminando sobre las aguas. ¡Empiezan los milagros, señor Puta!". Jenny Liddell hace flamear la camiseta/bandera de Pasolini y de Debord. Tenían que volver, estaba cantado. Yo te canto, agradecido, con mi ronca voz, la copla de Maurice Chevalier en Gigi: "Thank Heaven for Liddell Girls".
Dos. Desorientados: seis jóvenes actores muestran retazos de sus vidas, sus derivas, sus interrogaciones. Jorge Muñoz y Blanca Portillo impulsan y ordenan el material. No es un espectáculo "nuevo": nada que no hubieran hecho ya, con más fulgor conceptual y poético, Roger Bernat y General Eléctrica hace casi diez años. Pero hay sinceridad, humor, arquitectura (Mecano nº 3) y entrega, toneladas de entrega. Seis actores: Vicente Aguado, María López Casal, Gador Martín, Manuel Ramos, Rosa Rocha, Germán Vigara. Mucha vida y mucho encanto. A ratos, y ése es el mayor peligro, encanto de espejito, espejito. Llevan, me dicen, un año preparándolo. En todo ese tiempo, uno acaba enamorándose de su material. Se vuelve uno autoindulgente. Sobran clichés seudomodernos: toda la cacofónica y larguísima obertura. Y pasajes blandos, sentimentaloides, y un molesto afán de trascendencia. Desorientados arranca, verdaderamente, cuando Vicente Aguado empieza a explicarnos cómo era su barrio de infancia, entre La Elipa y San Blas, y en qué se ha convertido. La función abre entonces de par en par sus ventanas, y entra un aire claro y fresco, de verdades mínimas pero convincentes. De repente se ajustan las estructuras, y los textos y su puesta en escena parecen haber nacido juntos, como gemelos. Ideas sencillas y poderosas: Manuel Ramos contando cómo llena sus horas mientras hace equilibrios sobre hielo, y cae, y a cada caída los otros añaden un nuevo elemento a su disfraz de payaso. Aguado y María López Casal y su historia de amor contada hacia atrás y hacia delante, fotograma a fotograma. Hay un juego constante y creciente entre las falsas verdades, lo que nos queremos creer, y los almuerzos desnudos de la vida, temblando en la punta del tenedor, como el recuerdo del idilio veraniego de Gador Martín -atención: estrella instantánea- mientras una mano feroz le hunde una y otra vez la cabeza en el agua. Desorientados empieza haciendo honor a su nombre, pero crece y crece, gracias al impulso del sexteto y de sus directores, y acaba en punta, con el público rompiéndose las manos. Desorientados puede ser un éxito. Un exitazo, como lo fue la Trilogía de la Juventud. Van a estar sólo hasta el 25 de abril en la Cuarta Pared y luego empiezan gira para volver en otoño. Buena cosa: tiempo sobrado para limpiar, fijar y dar esplendor a lo que todavía no lo tiene. Y arrasar luego.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.