Un Murdoch de secano
El editor y promotor de espectáculos Bernardo Moragues es uno de los tipos más pintorescos que han animado la fauna periodística valenciana en los últimos años. Tanto por su rocambolesca biografía como por su obstinación resulta difícil y acaso imposible homologarle con algún espécimen indígena. Alumbrar publicaciones periódicas, montar emisoras de radio y de televisión a la par con la organización de fastos municipales revela una rara percepción por el poderío que decanta el universo mediático. Algo que ya es un lugar común en el mundo que cuenta, menos en el País Valenciano, donde sus estamentos encumbrados sólo se acuerdan de la importancia de los medios informativos cuando le caen los chuzos de punta y se siente desamparado para airear y defender sus opiniones e intereses.
El caballero que nos ocupa ha sido una excepción. Este pegolino autodidacta y súbitamente afortunado en novelescas circunstancias optó por invertir sus euros en este árduo negocio de la comunicación en sus plurales versiones. Nada le complace más que sentirse descrito como un epígono de Rupert Murdoch. En su despacho, por cierto, luce enmarcada una entrevista periodística en la que el sarcástico redactor lo asocia con el fabuloso australiano (o lo que fuere) magnate mundial de las multimedias. Una vocación plausible, o más plausible en todo caso que la generalizada proclividad hacia las operaciones urbanísticas e inmobiliarias. Arruinarse fabricando periódicos o ampliando el dial radiofónico siempre nos parecerá una actividad hidalga, aunque no siempre sea noble.
Moragues, además, pertenece al género de empresarios que se movilizan a impulsos de su imaginación, pero hueros de experiencia, cálculo y sensatez. Echan a rodar iniciativas, enseñan sus triunfos -léase dineros-, recaban confianzas y no se andan avaros en garantizar rigor administrativo y solvencia. Después, de la misa la mitad o nada. Con la cantidad de periodistas parados que hay no ha de sorprendernos que acudiesen en tropel a la llamada de este regalo laboral y aparentemente abundante. Tanto más -y esa cualidad le es innegable- si en su imperio virtual se disfruta de un ámbito de libertad, rayano con el libertinaje y la felicidad. Una ínsula editorial anárquica capaz de engatusar asimismo a las plumas más viejas del lugar avezadas a tratar con dementes y trajinar con proyectos demenciales.
Sólo un reproche público he de hacerle al temerario Moragues, y lo hago a modo de aviso a los colegas desprevenidos que, empujados por la necesidad o atraídos por los cantos de sirena del editor, acepten una propuesta que es, en realidad, un salvaconducto seguro para la frustración profesional y las reclamaciones ante los juzgados de lo laboral. Y el reproche no es otro que denunciar sus delirios de grandeza, propios de un zascandil. Pudo, quizá, sacarle partido a los dólares o euros atemperando su ambición a sus posibilidades reales, pero lo quiso todo -que era demasiado- y al mismo tiempo, creyendo que sin equipo directivo ni noción de los riesgos podía encomendarse a los periodistas y colaboradores convertidos en galeotes sin sueldo. No ha de sorprendernos que se haya quedado sin fuerzas y varado, cuando no pregonado. Y lo que es igualmente lamentable: el proyecto editor era válido, hasta que lo mató la prisa y la fatuidad. Siempre nos quedará Miami, que diría este Murdoch de secano.
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