Creacionismo, o el peligro que viene del... oeste (I)
NOS SEPARAN unos miserables 150 millones de años luz del Sol... Así de rotundo (y de erróneo) se expresaba Arturo Pérez-Reverte en su ejemplar novela La piel del tambor (1995). Vivimos en un universo de dimensiones astronómicas... Un entorno en el que las modestas escalas de medida humanas sufren un severo revés para plasmar su verdadera inmensidad. Los astrónomos, tras siglos de obsesivos esfuerzos, han brindado un complejo corpus de conocimiento, perfeccionado constantemente merced a nuevos y más ambiciosos avances (tanto teóricos como experimentales). El universo no se mide en metros ni en kilómetros: parsecs y años luz (o millones de ellos al hablar del universo en su conjunto) se han erigido en los protagonistas de la escala de (grandes) distancias. Hasta ahora. En esta sociedad que duda de todo existe un creciente sector de tintes fundamentalistas que intenta socavar las bases de la ciencia moderna. Paradoja de paradojas: en una sociedad más tecnificada que nunca, los hay que dudan de la ciencia. Y no hablamos de sus posibles aplicaciones, algunas ciertamente cuestionables, sino de sus mayores logros, como la teoría de la evolución o el origen del universo. Es este el caso del denominado Institute for Creation Research, que de la mano de panfletos como Impact, está inundando el planeta con doctrinas pretendidamente científicas que se sustentan con la solidez de un castillo de naipes. En una de sus ediciones, estos abanderados de la fe arremetían frontalmente contra la edad del universo, incómodo resultado de la ciencia ortodoxa que choca frontalmente con una interpretación textual de los textos bíblicos. El artículo, que empieza de forma prometedora definiendo correctamente el año luz como unidad de distancia, pasa rápidamente a cuestionar la existencia de galaxias a millones de años luz de distancia. ¿Por qué?, se preguntarán: pues porque al observar galaxias a, pongamos, 5.000 millones de años luz, estamos midiendo fotones emitidos hace 5.000 millones de años, lo que se da de bruces con la supuesta antigüedad de 6.000 años pretendida por los creacionistas. Dicho sea de paso, el pasado mes de marzo se dio a conocer el descubrimiento de la galaxia Abell 1835 IR1916, el objeto más lejano jamás encontrado, a unos 13.200 millones de años luz. La cosa tiene su gracia porque el artículo de Impact se permite el lujo de presentar pruebas que refutan -en su opinión, claro está- la existencia de galaxias a millones de años luz. En primer lugar, se menciona que las distancias en el espacio no se pueden determinar con precisión (cosa que no deja de ser cierta, aunque incompatible con un universito de sólo 6.000 años luz de tamaño), para pasar a esbozar una serie de patrañas sin sentido físico. Destaca la sorprendente teoría según la cual la luz podría perder velocidad conforme avanza por el espacio. ¿Cómo y por qué?, se preguntarán: el texto, cual curso práctico de bricolaje, deja ese pequeño ejercicio al lector... Como único soporte, el artículo cita una teoría (publicada, claro está, en otra revista creacionista; o el pez que se muerde la cola...) según la cual podría ser que la luz se hubiera frenado 500.000 millones de veces en 6.000 años. "Podría ser"... La verdad, no es que suene mucho a método científico... Los amantes de la jerga seudocientífica encontrarán fascinante otra de las hipótesis: la alteración de la permeabilidad y la permitividad del vacío (propiedades que fijan el valor exacto de la velocidad de la luz) justo en la época del diluvio universal, que habrían reducido adecuadamente el valor de la velocidad de la luz... Y hablando de diluvios: la cosa termina por hacer agua cuando, a modo de prueba final, se cita directamente la Biblia para demostrar que, de la misma manera que Dios creó a un Adán adulto, la Tierra y el universo fueron creados a propósito con aspecto de viejo. Por supuesto, el texto evita cualquier mención a las técnicas modernas de datación radiactiva que ponen en jaque esa peculiar visión de un Dios juguetón, al que le gusta gastar bromas y hacer que los objetos -el propio universo- parezcan más viejos de lo que son...
El diario italiano La Repubblica en su edición del pasado 15 de marzo publicaba un artículo con los planes de reforma educativa que defiende el Gobierno de Berlusconi: eliminar del programa de ciencia la teoría de Darwin sobre la evolución de los seres humanos. Una idea aberrante que, de confirmarse, colocaría a Italia en la onda de la más aborrecible tendencia creacionista que arrasa los currículos de varios Estados norteamericanos. A este paso, las futuras generaciones sólo sabrán de Darwin por la etiqueta de Anís del Mono... Y es que parece haber mucho experto suelto con ganas de hacer el ídem con el currículo docente.
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