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Columna
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Ese cielo

Estos días miramos mucho al cielo, a ese cielo emboscado entre nubes, indeciso y veleta. También miramos mucho, lo mismo que escolares abismados en una clase de álgebra, esos mapas virtuales que aparecen en los partes meteorológicos de la televisión. Es el santo turismo que nos lleva, como cada Semana Santa, de un lado a otro del mapa, por tierra, mar y aire, igual que los ejércitos que pisotean Irak pero en plan recreativo, cámara digital al hombro y ropa casual wear.

Cada cual busca el cielo a su manera. El cielo de Vicent -lo escribía hace poco en su columna de este mismo diario y nos lo recordaba Julio Flor en su programa de Canal Bizkaia- incluye a Albert Camus con gabardina blanca, fumando un cigarrillo, y a Miles Davis encima de un pequeño escenario hecho de humo tocando la trompeta. El cielo, en todo caso, siempre está en otra parte, lo más lejos posible de nuestro domicilio, lo más lejos posible de ese jefe despótico o esa jefa imposible, modelo Ana Palacio.

El cielo de Sarhane Ben Addelmajid, llamado El Tunecino y cabeza visible de la célula islámica que ejecutó la matanza del 11 de marzo, no estaba en Leganés, eso está claro. Leganés era un barrio del infierno. Ni Leganés ni ninguna otra parte tenían nada que hacer frente al cielo de huríes sinuosas y pájaros cantores, ríos de miel y otras amenidades con las que Alá acostumbra a premiar a sus fieles. También entre nosotros, antes de que los centros comerciales y las agencias de viajes nos ofrecieran el paraíso a plazos, habitaban fervorosos cristianos bastante parecidos a Sarhane Ben Addelmajid, llamado El Tunecino.

Gente dispuesta a todo para alcanzar el cielo prometido porque, sencillamente, su única posibilidad en esta tierra era besar correa y recibir estopa. Los peplooms religiosos que estos días se emiten en las televisiones, con sus romanos de guardarropía, sus leones, sus cristianos, sus olivos de atrezzo, están plagados de individuos clavados a Sarhane Ben Addelmajid. Activistas dispuestos a inmolarse en un piso alquilado de Leganés o en el mismísimo Coliseo romano.

Setenta mil personas han aclamado en Málaga al Cristo de la Buena Muerte, transportado por más de un centenar de legionarios. Setenta mil turistas que, en otras circunstancias, podían haber sido setenta mil cristianos fervorosos, militantes fanáticos de un secta judía o de un partido extraparlamentario, vaya usted a saber. La fe en el más allá se pierde poco a poco. La esperanza de vida se alarga y la de muerte merma. A poco que nos vayan bien las cosas, acabaremos todos criogenizados lo mismo que Walt Disney. El mes pasado, antes de lo de Atocha, el pueblo de Madrid se lanzó al besapié de Medinaceli. Fue el primer baño de multitudes de Letizia Ortiz. Entre medallas, escapularios, estampitas y cámaras de televisión, el príncipe Felipe y su prometida, ese viernes milagroso de marzo, pusieron en escena su fe en el Cristo, o sea, su fe en el cielo. Nada del otro mundo. Esta noche veremos lo que dice el mapa de isobaras.

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