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Columna
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Liturgias aburridas

Hemos transcurrido por el más largo puente tendido sobre la actividad laboral de los españoles, salvo las vacaciones estivales. Por inercia se le llama de Semana Santa, cuando la apelación apenas tiene sentido. Fue, en tiempos, donde yo refugio los recuerdos, un periodo de reflexión religiosa, un paréntesis para que el pueblo cavilara sobre sus deberes espirituales y confirmara la reciedumbre de los lazos temporales bien anudados por la Santa Madre Iglesia. La memoria va hacia el primer tercio del siglo pasado, infancia y primera adolescencia, en las que se esperaban varios acontecimientos: el Domingo de Ramos, esperado con expectación por todos, especialmente por quienes nada o poco tenían, con su mandamiento: "El que no estrena, no tiene manos", cuyo remoto significado litúrgico se me escapa. Muy escasa debía ser la economía familiar para incumplir el propósito. La infancia de entonces se contentaba con la coincidencia en las necesidades perentorias y lucía con entusiasmo los zapatos nuevos, el jersey o las camisas imprescindibles. No eran unos Reyes Magos anticipados o tardíos, sino un pequeño festejo indumentario que nos reconciliaba con la posible relajación de nuestras devociones.

Había otra tradición en Madrid -supongo que otros lugares- que era la visita a los "monumentos", o sea a las iglesias donde se veneraban distintos patronos. Recuerdo especialmente la calle de Alcalá, junto a la iglesia de San José, transitada por mujeres de toda edad y condición, de negro hasta los pies vestidas, con la mantilla garbosamente encaramada en la peineta, cayendo en inigualables pliegues sobre los hombros y el pecho recatado. Los templos estaban abiertos a los fieles y aquello, de forma contenida parecía lo que era, una fiesta religiosa, aunque no estuviera ausente la coquetería y unas pizcas de vanidad. Quizás fuera ritual, o me lo parecía, pero ellas solían ir en grupos más o menos grandes y los varones las esperaban o las seguían a pocos pasos.

Para la gente menuda, aquello se salía de la rutina y, por tanto, era recibido con alborozo. Creo que, salvo el paseo, generalmente hacia el mediodía, y el espectáculo de las procesiones, eran el entretenimiento único en estas fechas. Los adultos quizás ejercieran cierta crítica hacia los pasos que se bamboleaban por las calles de la capital, aunque nunca en Madrid hubiera el fervor desatado que la imaginería presta a los habitantes de otras regiones. En barrios más populares la diversión y el asombro eran mayores y -lo mismo que hoy, pero con mayor participación del "pueblo de Dios"- esperaban a la puerta de la iglesia de San Isidro, en la calle de Toledo, la salida de las vírgenes y los cristos que desde sus policromadas envolturas de madera quizás escuchaban las urgentes plegarias de los fieles. El recorrido del Cristo de Medinaceli, sin duda, se llevaba la palma en las adhesiones. Y, para compensar a los fieles de las supuestas aflicciones de la Cuaresma, los dulces que, en su versión más popular, encontraban en las torrijas la mejor expresión. Una frase hecha la del auriga del coche de punto en la taberna: "Un chinchón y al caballo una torrija".

En aquellos remotos tiempos rememoro una actividad que no sé si se encontraba muy extendida, pero al menos en mi casa, para entretener las largas horas sin colegio ni quehaceres programados, elegíamos esos días de Semana Santa para disfrazarnos con los vestidos que, no se sabe por qué, guardaban las madres en los baúles, herencia de los antepasados, aunque la moda nunca vuelve sobre sus pasos sino que imita, critica o se burla de lo que usaban los abuelos.

Entre paseos, juegos hogareños y golosinas transcurrían esas jornadas. La Segunda República debió introducir modificaciones considerables, que apenas recuerdo. Y cayó el espeso manto del franquismo, que tiñó estas fechas del más mortal de los aburrimientos. El país quedaba paralizado. Los cines, teatros y todo tipo de espectáculo, suspendido. Bueno, con la excepción de las clásicas películas de romanos en Galilea. El jueves y el viernes cerraban incluso los bares y restaurantes y los elementos de la población civil no teníamos otro recurso que las fiestas domésticas, con elevadas tasas de consumo alcohólico. Superiores a las habituales. En aquellas semanas santas o se era nazareno, con las complicaciones que traen el uso del capirote y las disciplinas, o se agarraban unas cogorzas imperiales. ¡Qué tiempos!

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