La agonía de la escuela
Hasta los años setenta del siglo pasado, la escuela pública, llamada todavía entonces escuela nacional, y maestros nacionales quienes en ella trabajábamos, era una escuela para pobres. La mayoría del alumnado pertenecía a las clases más desprotegidas y la estancia en la escuela, en los pueblos sobre todo, era irregular, dependiente de las labores agrícolas en las que niños y niñas solían participar. No obstante, aquella escuela gozaba de identidad propia, tenía el cometido claro de que estaba llamada a que se aprendiera en ella a leer, escribir y hacer cuentas; si por añadidura se aprendían otras cosas, que no eran pocas, bienvenidas eran.
A pesar de las carencias de medios, del método rutinario basado en la memorización, de la precariedad de las instalaciones y del exiguo sueldo de los maestros, el trabajo era llevadero, incluso gustoso como pude constatar entre los muchos maestros que conocí. Sobra decir que para los años que corrían y en comparación con las escuelas de otros países, mantener aquellos objetivos meramente instrumentales, así como la metodología, era quedarse muy cortos. En las escuelas de frailes y monjas, las enseñanzas no iban mucho más allá, sí en cambio el adoctrinamiento. Hubo durante años unas escuelas intermedias, academias solían llamarse la mayoría, establecidas por maestros que, tras la salvaje depuración que esquilmó al profesorado en activo antes del 36, fueron extrañados, en el mejor de los casos, de los pueblos donde ejercían. Aquellos maestros supervivientes a pesar de tenerlo todo en contra, tras la derrota del 39, bien merecen un reconocimiento público por la valiosa labor educativa hecha con los hijos de otros tantos derrotados y de cuantos confiaron en ellos.
Se ha convertido la escuela en un recinto vertiginoso de horarios, actividades y sobre todo exámenes
Entre los años setenta y los noventa, la escuela pública gozó de una confianza social como nunca había sucedido en el sistema educativo español: en el alumnado se mezclaron todas las clases sociales, testigo fui de ello como profesor de EGB en esos años. Se despertó un entusiasmo generalizado por apoyar la escuela y las enseñanzas despegaron hacia una formación más allá de lo que hasta entonces era poco más que combatir el analfabetismo. Pero aquella euforia se ha venido abajo, la escuela pública ha empezado a ser desde hace unos años otra vez una escuela para pobres. ¿Qué ha pasado? ¿Quiénes son los responsables? ¿Se trata de una situación fortuita, deliberada o simplemente consecuencia de la desidia nacional?
Las reformas, contrarreformas y parcheos educativos que se han sucedido en las últimas décadas, sin buscar una adecuación real de la escuela a los vertiginosos cambios sociales y a las múltiples fuentes de información de que gozamos ahora, al margen de la enseñanza escolar, han llevado a la escuela a una situación agónica, entendiendo por tal el decaimiento de una institución que no ha sido liberada de su condición decimonónica, que en sí misma y por muchos años fue beneficiosa, preparatoria para una sociedad que no demandaba mucho más de lo que la escuela proporcionaba.
La escuela no puede asumir tanta responsabilidad social, gratuitamente atribuida por quienes se empeñan en localizar en ella el comienzo de todo tipo de formación; a las enseñanzas regladas, que en poco han variado, se le han sumado otras tantas que han convertido la escuela en un recinto vertiginoso de horarios, actividades y sobre todo exámenes, en una forma de aprendizaje de usar y tirar. Si a esto añadimos la integración de alumnos con discapacidades, la acogida de etnias diversas, la incorporación de inmigrantes a las aulas, la diversificación que está experimentando el significado de familia, todo ello instalado a bocajarro en la escuela sin una planificación consciente y contando con los maestros que, en definitiva, son quienes han de afrontar cualquier novedad, pueden encontrarse explicaciones a la desbandada hacia la enseñanza concertada en la creencia de que los hijos están más a salvo que en la escuela pública. De manera que aquello que podría ser enriquecedor, que además ya es inevitable porque forma parte de una nueva estructura social, se ha convertido en un obstáculo.
La escuela necesita ser descongestionada de áreas y contenidos; necesita espacios para la reflexión conjunta de alumnos, profesores y, cuando sea posible, padres y otros interlocutores sociales; necesita maestros y maestras liberados de la dependencia perniciosa de que tienen mucho que enseñar para facilitar estudios subsiguientes; necesita la escuela, y también la enseñanza secundaria obligatoria que tan conflictiva e insatisfactoria está resultando, perder de vista el horizonte del bachillerato y mirarse a sí mismas para identificarse y obrar en consecuencia, porque deberían ser el recurso social más provechoso para la formación ciudadana, una ciudadanía que poco tiene ya que ver con la de siglos pasados.
Los responsables del sistema educativo son las administraciones públicas, lo que no exime de su responsabilidad al profesorado y a las familias en lo que a cada cual atañe. Pero la solución no está en hacer leyes de calidad, ¿por qué "de calidad"?, ¿no va implícito en el legislar buscar la calidad de lo legislado? Ley que en muchos aspectos es un recorto y pego de otras precedentes y en otros es un claro paso atrás respecto a la revitalización de la escuela pública. Según las últimas propuestas, se presupone que dotar masivamente de ordenadores a los centros es una medida para combatir el tan traído y llevado fracaso escolar, localizado más en el supuesto fracaso de los alumnos que en lo que realmente está pasando: el fracaso de la escuela. Sin duda que contar con ordenadores puede contribuir a mejorar y modernizar la labor escolar, pero es una decisión tomada a la ligera sin pensar que puede ser fuente de una nueva forma de analfabetismo, si no se le dota al profesorado de recursos didácticos para su uso en las aulas. Baste recordar el fracaso que siguió a otra aireada decisión: la dotación de televisiones para todas las aulas en los años sesenta. Pocos fueron los maestros, si es que hubo algunos, que la utilizaron como medio de aprendizaje; en la mayoría de los casos fue una distracción ocasional. O recordemos también el escaso uso que se está haciendo de las dotaciones de material experimental con que desde los años setenta y ochenta cuentan los laboratorios escolares.
Las soluciones políticas, que al fin y al cabo son las determinantes del sistema educativo, hay que buscarlas con sosiego, haciendo un auténtico balance de la situación, no desde la teoría pedagógica, que a su tiempo ha de tener su sitio, sino de lo que está pasando en las aulas, de cómo se sienten los profesores, con qué perspectivas valoran el trabajo que hacen cada día, hacia dónde piensan que van con lo que hacen y cómo lo hacen, y diseñar una escuela y una formación del profesorado atrevida, acorde con los tiempos que vivimos, eliminando e incorporando cuanto sea preciso sin las malsanas hipotecas de los derechos adquiridos y las inercias inútiles. Es el momento, ahora que debemos converger con los otros sistemas educativos europeos. Si no se busca remedio a pie de obra, mucho me temo que la agonía por ahora vislumbrada tenga un desenlace fatal.
Antonio Moreno González es profesor de la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid.
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