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Columna
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Al tercer día

Rafael Argullol

Domingo de Resurrección: ¿quién llama así todavía a este domingo y quién sabe que con él se recuerda la culminación de la Pasión de Cristo, su renacimiento tras la muerte y el descenso al infierno? Seguramente algunos entre los ciudadanos adultos y muy pocos entre los jóvenes, fuera de los estrictamente religiosos. La principal herencia simbólica de Europa se desvanece a una velocidad inesperada hace tan sólo unos decenios. A la avalancha de consumo que marca, en las navidades, el nacimiento de Cristo le sucede el frenesí del ocio que, hoy día, coincide con la conmemoración de su muerte. Y entre las dos efemérides lo más brutal: la indiferencia.

No sé si es una mala noticia para los creyentes, pero es una pésima noticia para los que, sin serlo, confían en el valor imprescindible de la palabra. Para los primeros, al fin y al cabo, cabe el consuelo de que los tiempos venideros serán a la fuerza mejores, pero para los segundos la ignorancia actual acerca de la simbología cristiana es un peldaño más en la escalera que desciende hacia la erradicación de la cultura. Sin el legado cristiano -como sin el legado griego- resulta inimaginable entender el pensamiento y el arte de los últimos dos milenios, incluidos los grandes ejemplos de lucha intelectual contra el cristianismo. La ignorancia acerca de la figura de Cristo es más demoledora que el advenimiento apocalíptico del peor Anticristo.

Mi retorno a la figura de Cristo se produjo de la mano de alguien tan aparentemente anticristiano como Pier Paolo Pasolini

No soy cristiano, pero tampoco soy ya anticristiano como lo fui durante un periodo breve, más que nada, supongo, como reacción estética contra mi propia educación. En tiempos posadolescentes me encantaban las provocaciones de un Baudelaire o las diatribas de un Nietzsche, tan cristiano éste en su anticristianismo que cuando se deslizaba hacia el final tenía que cubrirse con las máscaras del supuesto rival -Ecce Homo, Anticristo- de la misma manera en que sus proclamas contra Wagner se escudaban siempre en éste o en su esposa Cósima. El anticristianismo adolescente encajaba bien con las furias algo tiernas de Nietzsche o Baudelaire porque se había alimentado -y saciado y saturado- de cristianismo tanto como ellos.

Pero, con el paso de los días, era una actitud demasiado frívola para dejar de ser estúpida o, peor, peligrosa: como el nietzscheanismo violento de los que, ya entrados en años, acatan más la predicación que la lectura y acaban creyéndose destinados a grandes crepúsculos y aún mayores auroras. Paradójicamente, mi retorno a la figura de Cristo, de la que me había hartado gracias a las dudosas artes de la enseñanza religiosa, se produjo de la mano de alguien tan aparentemente anticristiano como Pier Paolo Pasolini.

Ahora que las multitudes se horrorizan encantadas ante La Pasión de Mel Gibson es apropiado recordar aquel Evangelio según san Mateo de Pasolini que después de mantener en vilo a la jerarquía católica significó una conmoción de belleza. Si la película de Gibson se adecua perfectamente a la obscenidad actual de la imagen, contraviniendo aquella regla de oro de la tragedia que exigía que la violencia narrada quedara fuera de la escena, la de Pasolini reclamaba la sobriedad del evangelio y conseguía la maestría cinematográfica al conciliar escritura y visión. En una obra, la sangre (a raudales) se hace ídolo y en la otra, implacablemente, palabra.

Pasolini, pues, ofrecía una magnífica posibilidad de recuperar la figura de Cristo -simbólica o histórica, no importa- más allá de las idolatrías recibidas y de las que, al estilo de Gibson, estaban por venir. Muchos vieron en su película un mensaje social revolucionario porque su propia poética de la austeridad expresiva parecía casar bien con la apasionada defensa de los desfavorecidos que caracterizaba al cineasta. A mí me impresionó, sobre todo, el relieve que adquiría la palabra en un mundo cada vez más reacio a su influencia.

Cuando el hombre, hasta hace poco por cierto, era capaz de relacionarse con la carne interior de la palabra, bien a través de la lectura o audición de la poesía, bien mediante la resonancia de los textos religiosos, también encontraba la oportunidad de adentrarse en la memoria de las cosas. Desprovisto del poder de la palabra, es reo de amnesia, un náufrago en el mar de los ídolos. De ahí podemos deducir el lugar magnético que ocupaban Homero, la Biblia o Shakespeare como, en otras tradiciones, Confucio, Mahoma o los Vedas. En el elenco de esta palabra sagrada -sagrada por igual para el religioso y para quien está al margen de toda religión-, los Evangelios, el extraordinario mito de Cristo, ocupan un sitial sobresaliente.

Por eso es ridículo todo debate sobre la enseñanza de la tradición religiosa, imprescindible por completo no sólo porque se trata de cultura, según el argumento favorito del laicismo, sino fundamentalmente porque es una vía de acceso al mundo infinito de la palabra, el único que puede devolver al hombre su libertad espiritual. Por eso es asimismo ridículo que las iglesias quieran el monopolio de aquella enseñanza. La religión es demasiado importante para dejarla en manos de los sacerdotes.

Domingo de Resurrección. En medio de la fantasmagoría de nuestra máquina de ocio emerge la sombra de uno de los más cautivadores misterios concebidos por el hombre. También en la misma fecha el poeta de Europa, Dante, volvió de su viaje iniciado el Viernes Santo para legarnos la Divina Comedia. Al tercer día ocurren los grandes prodigios.

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