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Columna
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Imaginación

El otro día me llovía en Cracovia y ahora me sigue lloviendo aquí, entre Granada y Málaga, en un lugar llamado Cotobro, dentro de un coche. He estado leyendo poemas del austriaco Georg Trakl, porque me acordé de él en Cracovia, donde murió en la guerra de 1914. Era farmacéutico del Ejército, teniente. Vivió la batalla de Grodek y trató de pegarse un tiro en la boca después de tener a su cargo un pabellón de heridos desesperados. Lo salvaron sus compañeros. Destinado al Hospital Militar de Cracovia, se llevó la sorpresa de que no era para trabajar en la farmacia, sino para ser internado en la sala de neuróticos y delirantes. Se envenenó en la madrugada del 4 de noviembre de 1914.

El día 5 llegó a Cracovia el filósofo Ludwig Wittgenstein, que servía como voluntario a bordo de la cañonera Goplana, en el río Vístula. "Hoy ya es tarde para ir a ver a Trakl", apuntó en su diario, pensando visitarlo en el hospital a primera hora del día siguiente. Fue y se enteró de que era definitivamente tarde. Wittgenstein no conocía a Trakl en persona, pero le había concedido una ayuda económica como "artista austriaco carente de medios". También el poeta Rilke, el pintor Kokoschka y el arquitecto Adolf Loos se habían visto beneficiados por la generosidad de Wittgenstein, joven heredero multimillonario, que admitía no entender los poemas de Trakl: "No los entiendo, pero su tono me hace feliz", escribió.

"Qué infelicidad, qué infelicidad", dijo cuando se enteró de la muerte de Trakl. Franz Kafka dijo: "Trakl ha visto la guerra de cerca y se ha matado. Tenía imaginación. Casi nadie tiene imaginación, y por eso se han metido en la guerra". Me acuerdo de las palabras de Kafka cuando, en Almería, a poco más de 100 kilómetros de donde estoy, nuestros soldados toman el avión a Irak, vía Kuwait, en el momento más difícil de la Guerra de Oriente. Los que desataron la guerra demostraron una extraordinaria falta de imaginación: no podían imaginarse lo que está pasando en Nayaf, muy cerca de las bases españolas. Quién podía imaginar que el jefe del levantamiento más poderoso contra la Coalición sería el único varón superviviente de una familia chií masacrada por Sadam Husein.

Múqtada al Sáder, todavía veinteañero, es huérfano desde 1999 porque Sadam mandó matar a sus hermanos y a su padre, como en 1982 había liquidado a su tío, amigo de Jomeini y su revolución islámica iraní. Los liberados, los pobres amigos chiíes, resultan ser los enemigos más peligrosos y encarnizados de los Estados Unidos. Para pensar algo así se necesitaba imaginación, o simplemente memoria: esta gente chií fue adversa a Sadam por proximidad al Irán antagonista de los estadounidenses, que entonces consideraban a Sadam Husein un aliado. La evidente falta de imaginación de los responsables de la guerra quizá sea un tipo de obnubilación parecido al que sufre un soldado en campaña, tal como lo describe el fotógrafo alemán Maurizio Gambarini, que sigue a las tropas americanas en el feudo suní de Ramadi: aislado del mundo bajo el casco, con un radio de conocimiento de 500 metros y sin ningún contacto con iraquíes.

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