La noche del detective
Una advertencia al lector: si lo que descubre en este artículo le disgusta, no me eche la culpa a mí, por favor. Yo también tenía una imagen desatadamente romántica de los detectives privados. Mi idea del gremio se había forjado con seres míticos como Philip Marlowe, Lew Archer, Ned Beaumont, tipos duros y capaces de matar con el cortante filo de su mordacidad, pero que de todos modos llevaban siempre arma, por si se les encasquillaba el ingenio y había que soltar una dosis de plomo. Imaginaba la vida de un detective llena de romances tempestuosos y de peligros, porque la gente tiene la costumbre de ponerse hecha una fiera cuando alguien se pone a hurgar en sus pequeños secretos.
Los detectives no trabajan para beneficiar al cliente, sino para saber la verdad. La verdad no siempre es cómoda
Pero todo eso era antes de asistir, días atrás, a la cena de investigadores privados que acabaría cruelmente con mis ilusiones románticas. Confieso que, nada más llegar, me sorprendió el escenario elegido por el Colegio Oficial de Detectives Privados de Cataluña para celebrar la III Noche del Detective. No me pregunten qué turbio garito, impregnado de historias canallas, esperaba encontrar, pero nada que ver con el local de banquetes y convenciones donde estábamos. Con la indumentaria me pasó algo parecido. No sé qué diablos me imaginaba, pero al ver a todos los hombres vestidos con traje y corbata, pensé que tal vez había aterrizado por error en una cumbre de ejecutivos. Menos mal que Vélez Troya, el decano de los investigadores privados, ahora jubilado, hacía un guiño a los héroes míticos con su gabardina y su aire de dandi. De no ser por él y por un detective bajito y cuadrado, con americana de cuero y puro en la boca que recordaba mucho al teniente Colombo, lo más coherente con mis expectativas habría sido la chica del guardarropía, que leía Pago sangriento, de Elizabeth George.
De todos modos, sentirme rodeada por tanto investigador privado, y por algún que otro miembro del Cesid y de la policía, me dio ganas de cometer un delito. Nada mejor para tonificar la autoestima que cometer el crimen perfecto cuando hay tres detectives por metro cuadrado. Lamentablemente, unas amables señoritas nos hicieron pasar a cenar, con lo que el crimen más pasmoso de la historia no pudo ser perpetrado.
Estaba encantada de haber conseguido sitio en la misma mesa que Joan Proubasta, presidente del Círculo Holmes; Montse Clavé y Paco Camarasa, los responsables de la librería Negra y Criminal, que recibían un diploma del Colegio de Detectives por su apasionada promoción del género negro. Poco podía imaginar que en esa mesa estaría también Montse Estradé, una joven investigadora privada de la agencia OPI, apasionada por su trabajo y cuyo relato acabaría echando por tierra todas mis ideas, tan románticas como falsas. Para empezar, Estradé me informó de que no lleva pistola cuando está de servicio. ¿Ah, no?, pregunté yo muy desilusionada. ¿Y si las cosas se ponen feas? "Cuando haces un seguimiento, la mayor parte de la gente no es agresiva. Y si ves que puedes tener problemas, lo mejor es abandonar. Lo peor de un seguimiento es que es una situación de tensión constante. Y que sabes cuando empiezas, pero no cuando acabas. Tienes que soportar la lluvia, el frío, el calor, el cansancio, el aburrimiento, a veces durante muchas horas. Y aguantarte la sed y las ganas de hacer pipí porque si te metes dos minutos en un bar te arriesgas a perder el trabajo de todo un día. Hay gente que utiliza botellas de plástico para poder orinar. Un detective llegó incluso a agujerear su coche para instalar un tubo". Vaya. Yo creía que un detective necesitaba redaños, y resulta que lo más importante es una buena vejiga.
¿Y se liga más por ser detective?, pregunto, convencida de hacer diana esta vez. "Pues no, porque sueles identificarte como detective. Si rondas a menudo por un sitio, al final la gente se da cuenta, aunque muchas veces nos toman por inspectores de Hacienda. Pero si saben que eres detective, se te estropea el trabajo. O sea, que cuanto menos lo digas, mejor". Elemental, querido Watson, pienso yo, tratando de encajar el nuevo golpe con flema. Pero ya Escadé me cuenta que los detectives no tienen potestad para intervenir en asesinatos. "En esos casos, tendríamos que pedir permiso. Pero nuestro campo de acción real son las investigaciones de patrimonio, y cuestiones laborales como las irregularidades contractuales o los fraudes. Trabajamos con muchas compañías de seguros por asuntos de bajas. Piensa que hoy en día el 50% de las bajas laborales de autónomos son fraudulentas".
¿Y los asuntos de celos e infidelidades?, pregunto recordando que el argot popular ha bautizado a los detectives como huelebraguetas. Escadé me cuenta que tiene algún caso, pero que ya no es lo mismo que en la época de Franco, cuando el adulterio era delito y los investigadores irrumpían en las casas con jueces y bomberos para pillar a la gente en paños menores. "Ahora, en las separaciones, lo que pretende la gente es averiguar cuánto dinero tiene el otro para saber lo que puede pedir. De hecho, el dinero es el principal motivo que empuja a alguien a contratarnos".
¿Y se hace justicia, al menos? "En parte, sí. Nosotros somos los ojos del juez. No trabajamos para beneficiar al cliente, sino para saber la verdad. A veces el cliente se enfada, porque la verdad no siempre es cómoda". Que me lo digan a mí, que antes de acudir a la cena vivía entre confortables falacias.
Días después de esta cena, el cliente de otra agencia de detectives me deja ver el informe de seguimiento de un tipo que cobraba la baja por enfermedad, pero trabajaba en otra empresa. El informe incluye fotos tomadas con cámara oculta (en la calle, el super y el puesto de trabajo secreto) y un relato minucioso de las actividades del tipo. Si no fuera por las numerosas faltas de ortografía (en el metro, el hombre, por ejemplo, aborda un comboy), por momentos una casi podría creer que está leyendo a Chandler o a MacDonald.
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