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Columna
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Religiones

En el verano de 1846, Gustave Flaubert había acumulado en su mesa de trabajo una ingente cantidad de libros piadosos. Tenía la intención de escribir una novela sobre el Diablo, que resultó ser La tentación de San Antonio. Entre las anotaciones que hacía, años más tarde se descubrió esta memorable observación, que con el tiempo se ha convertido en algo así como la Biblia de los agnósticos : "Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que el hombre estuvo solo." Si añadimos que Alá, el temible Dios de los desiertos, ni siquiera había nacido, podremos concluir que nunca ha estado el hombre tan cerca de ser lo que es: precisamente un hombre, sin más, ni menos.

Pero aquel admirable momento se perdió, y de nuevo estos días asistimos, atónitos, en Andalucía sobre todo, al esplendor de una fiesta promiscua. De nuevo, la contienda de fondo entre ritos paganos primaverales y ritos cristianos, pulsiones iniciáticas en los jóvenes, costumbres sociales y costumbres religiosas; algo que recuerda a las calles de aquella Roma decadente en la que, desde luego, había tantos dioses que bien podría decirse que ya no había ninguno. Pero sí que la algazara en torno a las innumerables divinidades, muchas de procedencia oriental, ponía una conmoción muy fuerte en las multitudes. De modo que apenas se notó que el Cristo fue tomando imperceptiblemente el lugar de Atis y Adonis, y María el de la Gran diosa Madre en sus múltiples formas. Y el hombre pasó a estar otra vez acompañado, demasiado acompañado. La recuperación de Jehová y la expansión de aquel otro de los desiertos, acabaron por configurar un panorama terrible. Hoy el lugar más peligroso del planeta es la ciudad santa de Jerusalén.

Pero no podemos darnos por vencidos. Precisamente porque se ha traspasado el umbral de la locura, la del monoteísmo combativo en su nueva época, hay que trazar el camino de regreso al grado cero de la condición humana. Ahora que los tres dioses únicos se están jugando nuestro pellejo en una partida demencial (el dios implacable de Bush, el dios justiciero de Sharon, y el dios carnicero de Ben Laden), es preciso decir ¡basta! Para empezar, llevando las religiones todas al sitio de donde nunca debieron salir: al ámbito de lo privado.

Entre las esperanzas surgidas del 14-M, no es menor la de reconducir las relaciones con la Iglesia Católica, de acuerdo con la Constitución, al punto cero del laicismo, que es la aconfesionalidad estricta del Estado, sin trampas de leguleyos. (Cuidado, que últimamente han empezado a proliferar expresiones engañosas: laicismo inclusivo, abierto, moderno, actual..., incluso entre corrientes internas del PSOE). Sin prisas, pero sin pausas, revisar o derogar los acuerdos de 1979 y la Ley de Libertad Religiosa de 1980, que concedieron, de facto, un sinnúmero de privilegios públicos a una determinada confesión. Y que el dinero de los impuestos no sirva para subvencionar actividades religiosas, por muy sonadas que sean. En cuanto a los particulares -como Antonio Banderas, que ha costeado este año el trono más grande que cabía en una iglesia de Málaga-, que cada cual haga de su capa una túnica, si eso le divierte y no encuentra ocupación más benéfica para su dinero.

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