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Columna
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Silverio

Cuando Lorca se sienta en 1921, al lado de Manuel de Falla, a componer su luego famosa conferencia sobre cante jondo, acude en primerísimo lugar a la Colección de cantes flamencos publicada en 1881 por Demófilo, el padre de Manuel y Antonio Machado. Allí encuentra, además de una espléndida cosecha de coplas recogidas directamente de labios de los cantaores, y un prólogo enjundioso y polémico, una breve biografía de uno de los siguireyeros más célebres de la época, Silverio Franconetti.

Nacido en Sevilla en 1831, hijo de militar italiano y de madre andaluza natural de Alcalá de Guadaíra, Franconetti -según la nota de Demófilo-, recibió la sagrada llama del cante, de niño, en una fragua gitana de Morón de la Frontera. También tuvo la suerte de escuchar muy joven a Francisco Ortega Vargas, El Fillo. Después de ocho años en Montevideo volvió a España con el empeño de "elevar a la categoría de espectáculo público aquellos tristes y melancólicos cantares". Empeño llevado a cabo ventajosamente y con el cual Demófilo lamenta estar en desacuerdo, pues opina que los cafés y el teatro acabarán con el cante gitano puro al irse mezclando éste, cada vez más, con elementos "andaluces": lo de siempre, la defensa a ultranza de lo tradicional frente a las innovaciones, tan inevitables como de desear.

Silverio falleció en Sevilla en 1889, a los 58 años. "¡Ojalá que con su muerte desapareciera el centro que había creado, y donde tantos escándalos se dieron!", se permitió exclamar entonces el Diario de Sevilla ("Periódico Católico Político"), acérrimo enemigo de los cafés cantantes, focos, según su criterio, de depravaciones y libertinaje. El de Franconetti estaba en la calle del Rosario.

Tomo la cita periodística del libro de Daniel Pineda Novo, Silverio Franconetti. "Noticias inéditas" (Sevilla, Ediciones Giralda, 2000). El escritor de Coria del Río -a quien debemos, publicado por la misma editorial, una importante monografía sobre Demófilo- aporta en este trabajo una nutrida documentación acerca del mítico cantaor, quien, al parecer, solía decir, al referirse a sus actuaciones en público, "templarme y ponerme a sufrir es todo uno".

No existe grabación de Silverio, que desapareció antes de la llegada del gramófono. Es una lástima. Fue Lorca quien con más genialidad, al preguntarse cómo cantaría aquel siguiriyero "entre italiano y flamenco", cómo sería "su hondo llanto", supo imaginar el momento de la verdad: "Su grito fue terrible./ Los viejos/dicen que se erizaban/ los cabellos,/ y se abría el azogue/ de los espejos". Si España es diferente, y creo que lo es -pese a que hoy no se considera correcto decirlo- se debe no poco al cante. Concebir a este país sin el flamenco es tan imposible como sin toros, sin la Alhambra, El Escorial o Carlos V. Al escuchar hace unas semanas a Miguel Poveda en el Palacio de Congresos de Madrid, sentí el escalofrío que, según el autor del Romancero gitano, anuncia la llegada del duende. Demófilo se equivocaba. Cuando las circunstancias se dan, el aforo más espacioso se puede convertir, de repente, y como por magia, en un rincón de intimidad.

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