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Columna
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Las apariencias

Recordar que las apariencias engañan es una vulgaridad archisabida. Son, en sí, un fraude pacientemente aceptado en relación con su entidad intrínseca. Por ejemplo, algunos, bastantes alimentos de normal consumo han perdido buena parte de sus cualidades y características tan importantes como el sabor y el olor. No me refiero a los congelados, que truecan la supervivencia por la frescura y a ello estamos acostumbrados. Se trata de productos de consunción inmediata que parecen sustitutos devaluados de lo que fueron.

Tomemos, en primer lugar, ese fundamental condumio, el pan nuestro de cada día. Podríamos recordar el cálido y reconfortante aroma de las panaderías, especialmente en las horas de amanecida, cuando se estaba haciendo la cochura y luego los despachos acogían al cliente con el cálido aliento candeal. Y sus muchas variedades: la barra, la pistola, la libreta, el pan de Viena, el de pueblo, la hogaza, la alcachofa, algunas de las variedades que conserva la memoria. Parecen perdidas para siempre y las tahonas apenas huelen más y distinto que las ferreterías. Se dice -no sé si es verdad probada- que el pan engorda y el primer paso en una dieta consiste en rechazarlo de plano. Quizás ahí estuviera el comienzo de su declive, acostumbrados ya a desterrarlo de nuestra mesa, lo cual es bastante necio, porque nos priva del gran placer de mojarlo en algunos alimentos e incluso, en la intimidad, rebañar el plato. Es vieja la anécdota de Alfonso XIII, que no se cortaba ante cualquier situación protocolaria: puso de moda untar el pan en la dorada yema de los huevos fritos en aceite de oliva.

No se queda ahí la superchería. En lugares del litoral, en viejos puertos de pesca, es difícil la adquisición y consumo de pescado fresco. Llegan, sí, casi clandestinamente, las vaporas, los bous, las lanchas con la plateada cosecha de la jornada, con la mercancía aún viva y coleando que se remata en las rulas, las lonjas, pósitos o cooperativas, pero muy poca queda a disposición del consumidor local. No es fenómeno inédito ni próximo. Siempre se dijo que Madrid era el mejor puerto de mar del país, donde se trafica con los más variados y recientes peces, traídos, de nevero en nevero, por los transportistas maragatos. Puedo certificar que tomé con frecuencia una fresquísima merluza en cierta mansión patricia de Albacete. En el remoto pasado de la España pobre, el pescador y su familia no podían permitirse el lujo de catar una lubina o un centollo, cuyos precios desbordaban el presupuesto familiar y se contentaban con la cabeza y las tripas de las capturas. Hace tiempo que salimos de la miseria y, sin embargo, las deli- cias marinas corren tierra adentro o prefieren las antípodas.

En este apartado se dice que nuestras costas fueron inicuamente esquilmadas con sistemas prohibidos, sin respetar los ciclos biológicos, que hoy son moneda de cambio para los países que tienen caladeros propios, lo que parece que no va con nosotros. El problema no se reduce a pueblecitos gallegos o andaluces. Las antaño ricas aguas de la Costa Brava y las Baleares apenas producen pesca, y se nota en sus mercados y restaurantes. No es fácil degustar la exquisita gamba de Palamós ni en el mismo Palamós. Puede consumirse una parrillada de marisco, un arroz negro que contiene el más variado y heterodoxo surtido, una especie conceptual del marmitako vizcaíno, pero el paladar denuncia que rara vez es género reciente, ha perdido la salada memoria del mar, es otra apariencia engañosa. Los langostinos quizás proceden del golfo Pérsico, los percebes de las rocas canadienses y la merluza o la buena pescadilla vivió sus últimos momentos en las costas peruanas o marroquíes. En ese intercambio creo que salimos perdiendo en la casi masiva exportación de angulas hacia el Japón, donde, con la clásica paciencia oriental, las convierten en rollizas angulas, con un peso multiplicado por 500. La apariencia del sucedáneo que nos venden enlatado puede pasar a condición de que se nos vaya la mano en la guindilla.

Uno recuerda los años de la niñez, cuando en aquella playa asturiana cogíamos las quisquillas que la bajamar dejaba entre las rocas y los racimos de percebes, desdeñados por los consumidores. En cuanto a la carne, la moda de las hamburguesas, si no brinda el despojo de las vacas locas, nos endosa los de unas insípidas terneras tontas. Cuestión de conservar las apariencias, disfrazando las dosis de artificio y trampa con que nos obsequian los proveedores habituales.

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