Palabras para un amigo
Querido amigo: el pasado miércoles asistí ante el televisor al funeral de Estado. No sabía quién era usted, ni siquiera su nombre, y sigo sin saberlo. Quizá eso no importe. De lo que sí estoy seguro es de que usted y su familia han sufrido los terribles efectos de los atentados. Desconozco también quién era el ser querido muerto o herido. Pero al verle a usted en la pantalla y en la portada de EL PAÍS (25 de marzo de 2004), con su gabardina verde y su sombrero cogido con una de sus manos, unas manos maltratadas por el paso de los años, temblorosas, no lo pude aguantar y rompí a llorar.
Le vi hundido, probablemente sin tan siquiera con fuerzas para llorar, con la mirada perdida y abatida, extendiendo sus brazos a los Reyes -imposible olvidar el gesto que tuvo la familia real-. Le aseguro que durante la ceremonia, así como en las dos semanas anteriores, he intentado controlar mis sentimientos. Pero la tristeza y el dolor acabaron con mi aparente entereza. Lloré desconsoladamente, como si su pérdida hubiese sido la mía, y creo que en realidad así fue.
Mis palabras no le servirán de consuelo, pero estoy convencido de que expresan sentimientos compartidos por muchos de nosotros. Y por esta razón me atrevo a plasmarlos por escrito.
Querido amigo, lo siento, lo siento desde lo más profundo del corazón. Son nuestros muertos, los de todos los españoles.
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