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La sentencia contra Xirinacs

Como bien deben saber los que me leen con asiduidad, no comparto ni las simpatías, ni el análisis, ni los amigos que dice tener Lluís Maria Xirinacs. Cuando tuve la oportunidad, siendo diputada, de hacer algún gesto simbólico inequívoco -el pasado jueves me lo recordaba un conocido diputado socialista-, lo hice en el Congreso, sin dudarlo. Acababa de hablar Jon Idígoras sobre derechos humanos en una combativa alocución. Y yo, que le seguía en el uso de la palabra, le recordé que no estaba bien situado para hacer este tipo de denuncias. Ni moral, ni políticamente. Nunca me he confundido de amigos ni de aliados en este punto crucial de la cultura democrática, y soy de los que piensan que un terrorista no es un colega violento, ni una especie de patriota de camino equivocado, sino que es un totalitario. Cuando alguien llega a la conclusión de que sus ideas le permiten matar a otros seres humanos, sus ideas ya no valen nada. El terror mata personas, pero también mata las causas que dice defender, las ideas que dicen avalarlo, las patrias por las que dice luchar. Si alguna cosa está clara en estos tiempos confusos y desconcertantes, es que los principios heredados de la Ilustración son vigentes, más necesarios que nunca y hasta modernos. Especialmente teniendo en cuenta que muchas de las ideologías que nos acongojan caminan velozmente hacia la antimodernidad. No. No creo que podamos jugar con los derechos fundamentales como si fueran una vulgar goma de mascar, y por eso mismo no creo que existan dictadores buenos o malos -en función de las ideologías-, abusos de la libertad ni maldades necesarias. Como es evidente, la estrategia del terror sólo me parece una forma de imposición totalitaria, de corte nihilista -asume la naturalidad de matar- y enemiga de todo principio moral que yo pueda amar.

De manera que, a diferencia de Xirinacs, nunca me he sentido ni amiga de ETA, ni de nadie que avale, justifique o defienda el terrorismo. Allá cada cual con los amigos que se busca. Aun estando en los antípodas de sus gustos fraternales, me parece un escándalo la sentencia de dos años de cárcel que acaban de imponerle. Por diversos motivos, algunos de los cuales tienen que ver con el doble rasero que se gasta la justicia en función de a quién o qué se juzga. "Apología del terrorismo", le ha caído al venerable ex cura, antaño nuestro monumento humano gandhiano, apostado, impertérrito, ante las puertas de la Modelo. No diré que Xirinacs fuera un símbolo histórico, porque ese concepto me apura bastante. Pero, en todo caso, fue un referente sentimental, incluso moral, de una época, y eso, en un país sin memoria ni ganas de tenerla, no es poco. Me dirán que las bondades del pasado no eximen a nadie de los errores del presente. Sin duda. Pero el concepto de apología del terrorismo fue creado, supongo, no para luchar contra los que practican amistades peligrosas, más o menos melodramáticas, sino para quienes animan a matar, crean logística al respecto y defienden públicamente la necesidad de hacerlo. Si Xirinacs dice que es amigo de ETA, fundamentalmente lo que hace es practicar una pública, sonora y notoria apología de la imbecilidad, pero ni ha empuñado una arma, ni ha pedido que la empuñen, ni ha defendido la necesidad de hacerlo. No se trata de un matiz, lo que planteo, sino de un abismo conceptual. ¿Hace apología de la violencia de sexo alguien que dice ser amigo de un maltratador? ¿Y hace apología del asesinato quien se enamora de un asesino en serie? Por lo primero, desde mi punto de vista, la sentencia es un abuso bastante burdo del espíritu por el que fue creado el delito. Si empezamos a sentenciar en función de los amores destructivos que cada cual practica, tendremos espectáculo para rato... Vayan pasando...

Pero hay más cosas; por ejemplo, el doble rasero. El doble rasero de un país que no ha juzgado ni a un solo represor franquista. Un país donde un presidente autonómico firmó, en sus años mozos de amistad generalísima, alguna pequeña sentencia de muerte, y aún está por ahí dando lecciones al respetable. Un país que mató dos veces a sus víctimas, en la guerra y en el olvido, y que aún no ha restituido la memoria de los asesinados por el régimen. Ese país, el mismo donde una fundación que recibe fondos públicos defiende la bondad del "Alzamiento nacional", cuyas consecuencias en miles de muertos todos conocemos. El mismo que deja cabalgar a sus anchas a unos cuantos nazis de nada, juventudes racistas de Sabadell incluidas. Recuerdo que un día, en un antiguo reportaje de Antena 3, un líder de extrema derecha dijo lo siguiente: "Si Cataluña consolida el proceso de independencia, mataremos a sus líderes". Llamé al fiscal de entonces para pedirle algún tipo de acción por apología -ésa sí- de la violencia. Aún estoy esperando... Ese país, ese que siempre ha sido permisivo con según que tipo de extremistas, resulta que considera al pobre Xirinacs un apologista del terrorismo. Pero Fraga, que habló de mandar la Brunete a Euskadi si Ibarretxe avanzaba en su plan, es un servidor de la patria...

Joan Barril hablaba, también, de la libertad de expresión. No lo repito por obvio. Pero me quedo con este último concepto. La sentencia contra Xirinacs es una vergüenza también desde la perspectiva de la libertad. Más allá de sus pésimos gustos fraternales, este hombre no sólo no es un peligro para la democracia, sino que la democracia tiene que garantizar su derecho a estar, a hablar y hasta a equivocarse de amigos. El delincuente es el que comete un delito y Xirinacs no es un delincuente. Xirinacs es sólo, y con todo el derecho, un radical.

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