El estallido de la vacuidad
La Galería Leandro Navarro, de Madrid presenta una exposición de Giorgio Morandi, el mítico artista italiano, boloñés por más señas, nacido en 1890 y muerto en 1964. Se trata de un conjunto de 25 obras, entre óleos, acuarelas, dibujos y aguafuertes, un número impresionante, pero que se acredita tanto más por cuanto las obras están fechadas entre 1930 y 1960, la plena madurez del artista, y por tocar sus temas más característicos, como fueron obsesivamente los de la naturaleza muerta y el paisaje. Lograr reunir semejante conjunto en una galería privada es una hazaña, que podría parecer de antemano inalcanzable, incluso para una firma de la solera y la reputación de Leandro Navarro. En todo caso, ahí está, bien a la vista, la exposición de este excepcional artista, que no necesitaba cambiar, porque, en cada obra, nos trasmite la misma sensación de que estamos ante algo único; porque, en cada una de ellas, dimana una potencia como de absoluto.
GIORGIO MORANDI
Galería Leandro Navarro
Amor de Dios, 1. Madrid
Hasta el 23 de abril
Inicial y esporádicamente vinculado
con la vanguardia futurista y la pintura metafísica de De Chirico, la estupefaciente fuerza artística de este gran solitario, que vivió y pintó casi siempre lejos del mundanal ruido, retirado en su Bolonia natal, procede de una extrema concentración, que jamás decayó en intensidad, aunque no sólo repitiese, con obsesión maniaca, los mismos temas, sino, sobre todo, en sus naturalezas muertas, el mismo encuadre y composición. Al margen de que eso demuestre que no es la variación anecdótica del motivo, ni la extravagancia de su representación, ni, por supuesto, la técnica o el género, lo que enciende la llama inspiradora y nos conmueve en la obra artística, una lección particularmente provechosa en nuestra época, Morandi puso en evidencia que la más honda palpitación habita en y a través de los objetos más cotidianos y humildes, así como que el misterio está también entre lo más próximo. Más: puso asimismo en evidencia que estos objetos olvidados llegaban a adquirir una vida propia: que había absorbido, y para siempre, el sello existencial del drama humano, quizá con apenas la caricia de un simple roce, algún reflejo de una presencia, un fugaz rayo de luz, un tintineo en la oscuridad, el polvo acumulado de cien años de soledad... Y todavía más: porque, en estas alineaciones simétricas de objetos en un primer plano, que tanto nos recuerda a la frontalidad quattrocentista, Morandi logra saltar por encima de la perentoriedad palpable de su naturaleza física haciéndonos partícipes de lo que Severo Sarduy hermosamente denominó "el estallido de la vacuidad", cuyo silencioso retumbar no sólo se nos revela dejando perder nuestra mirada en el inconmensurable espacio sideral, sino con un simple vistazo que súbitamente capta la luz por entre unos cacharros desportillados.
¿Acaso alguna vez ha estado más presente lo que anónimamente dejamos tras nuestro efímero paso por el mundo que en estas imágenes de Morandi, en las que el hombre es el protagonista absoluto sin jamás mostrar su apariencia material?¡Qué revelación la de su pintura, capaz de descubrir la huella humana a través del temblor que palpita infinitamente en la silueta espectral de las cosas!Todo esto está presente en la obra de Morandi y así lo sentimos en cada una de las piezas que ahora podemos contemplar, incluso en los grabados, pero la sensación se hace más vigorosa y palmaria en los óleos, donde la sustancia del temblor en la huella dejada del pincel se hace más vibrante y, sobre todo, bordea el parpadeante efecto de lo milagroso al convertirse en color, cuyos morandianos matices apagados son como la refulgencia de un contraluz de lo absoluto. Así se nos muestra en las cuatro naturalezas muertas, respectivamente fechadas en los años 1946, 1950, 1958 y 1960, pero también en el tiesto floral de 1942, y en los dos paisajes de 1940 y 1956, en los que comprobamos que los caseríos entrevistos entre copas de árboles y la planitud verde de campos y laderas son como una nueva superposición de sus bodegones florales y de cacharros. Por lo demás, aunque de más sumaria configuración, los dibujos y las acuarelas nos trasmiten mejor la calidad espectral que acompaña la epifanía de las cosas, mientras que los aguafuertes, en fin, nos muestran el sutil entretejido de las sombras, el zigzagueante aura que se desprende al inadvertido paso del existir. Un paso ciertamente aligerado, sin peso, pero, gracias a Morandi, con cuánto poso, con cuánta oculta luz derramada.
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