Madrid en el corazón
Madrid no tiene la gracia de Sevilla, ni la elegancia de Barcelona, y pese a sus espléndidos museos, palacios, parques y conventos centenarios, no es profunda a la manera de Santiago de Compostela o Ávila donde el pasado parece más vivo que el presente. Lo que hace inconfundible a Madrid es ser la más abierta y universal de las ciudades españolas, una ciudad que no pertenece a nadie porque pertenece a todos, los que nacieron y viven en ella o están sólo por temporadas o de paso, el tiempo justo para, sentados en una de sus innumerables terrazas, tomarse una cerveza contemplando ese cielo extraño, tornadizo, que todavía hace esfuerzos para parecerse al que le atribuyen los cuadros de Goya, una de las pocas cosas que en Madrid no haya cambiado en las últimas décadas hasta lo irreconocible.
Cuando yo conocí Madrid, en 1958, era todavía bastante provinciana, con sus serenos cojitrancos y sus beatas con pañolones que miraban con irritación a las muchachas que se ponían pantalones. En ese Madrid uno podía reconocer aún la ciudad decimonónica de Pérez Galdós y reconstruir las trayectorias de los personajes de Fortunata y Jacinta o recorrer el paisaje urbano por el que se movían los anarquistas de Pío Baroja en Aurora Roja y La busca. Ahora aquellas expediciones de arqueología literaria son casi imposibles porque, a partir de los sesenta, en Madrid el presente comenzó a devorar el pasado y a convertirlo en un lejano horizonte.
La modernidad de Madrid no está sólo en sus edificios, urbanizaciones nuevas, atascos infernales, proliferación de locales de fast food, ni en la variopinta invasión de turistas, ni en que un oído alerta pueda reconocer, en las colas a las puertas de El Prado o, en las noches, alrededor de la Plaza Mayor, todos los idiomas del mundo. Está en el cosmopolitismo mental de sus gentes que, a fuerza de ser tan diversas, se han emancipado del estigma de una identidad "municipal" de madrileños (como diría Rubén Darío) y, al igual que los londinenses, parisinos o neoyorquinos, convertido en ciudadanos del mundo. Por eso, en una exposición en la Galería Moriarty, la fotógrafa japonesa Atsuko Arai pudo mostrar hace un par de años que, sin salir del casco viejo, la capital de España era un microcosmos que albergaba los paisajes y culturas de medio planeta.
Ha sido ese espíritu libre y esa mentalidad sin orejeras de ciudad abierta, hospitalaria y democrática -ciudad-emblema de la notable transformación de España en el último cuarto de siglo- lo que quisieron volar en pedazos los fanáticos que, en la mañana del 11 de marzo, pusieron en Atocha las bombas que han causado más de 200 muertos y 1.500 heridos -es sintomático que haya doce nacionalidades representadas entre las víctimas-, en el más feroz atentado de masas terrorista sufrido por Europa Occidental en toda la historia moderna. No se equivocaron de blanco los asesinos: el Madrid de hoy representa exactamente la negación de esa radical inhumanidad del espíritu obtuso, exclusivo y excluyente, tribal, del fundamentalismo religioso o político, que odia la mezcla, la diversidad, la tolerancia y, por encima de todo, la libertad. Ésta es la primera batalla europea de una salvaje guerra que comenzó exactamente dos años y seis meses atrás, con la voladura de las Torres Gemelas en New York, y cuyos estragos y cataclismos llenarán de sangre y horror, probablemente, buena parte del siglo que comienza. Es una guerra a muerte, desde luego, y, debido al fantástico desarrollo actual de la tecnología de la destrucción y el celo fanático y suicida que anima a la internacional del terror, acaso constituya una prueba más difícil todavía que la que representaron el fascismo y el comunismo para la cultura de la libertad.
Respecto al 11-S estadounidense, el 11-M madrileño ostenta un añadido en la estrategia terrorista: además de causar el mayor número posible de asesinatos, la intención de influir brutalmente en la circunstancia política del país victimado. Lo consiguió en toda la línea: gracias a la salvaje matanza, un número considerable de electores españoles, dolidos y enfurecidos, votaron a la oposición y derribaron al partido de Gobierno, al que hasta entonces todos los sondeos auguraban la victoria. Según un consenso unánime castigaban así la decisión de Aznar de apoyar la intervención militar anglo-norteamericana en Irak contra Sadam Husein, que fue siempre muy impopular en toda España. De este modo, José María Aznar, el estadista que desde la transición dio el impulso más potente al crecimiento económico del país, creó cerca de cuatro millones y medio de puestos de trabajo, modernizó más las instituciones y dio a España una presencia y dinamismo en la escena internacional que no tenía desde el Siglo de Oro, era humillado y convertido en chivo expiatorio de la bestialidad homicida de Al Qaeda. De ingratitudes semejantes está hecha también la democracia y, ésta, recuerda la que infligió el electorado británico a Winston Churchill, que había salvado al Reino Unido de Hitler y ganado la guerra, enviándolo en las elecciones de 1945 a pintar acuarelas marinas a la Costa Azul.
¿Qué va a ocurrir ahora en España, con el nuevo Gobierno de Rodríguez Zapatero? En política económica, probablemente nada. Por fortuna para todos, el PSOE es ya un partido mucho más liberal que socialista y su programa económico era, en lo esencial, muy parecido al del Partido Popular, de modo que todo indica que el apoyo a la economía de mercado, a la empresa privada y a la inserción de España en los mercados mundiales continuará, aunque la retórica y las personas sean otras. Parece imposible que, a estas alturas, el país pueda retroceder hacia el populismo de infausta memoria o al intervencionismo corruptor. En este ámbito, al menos, el progreso alcanzado en estos últimos ocho años, debería continuar.
En política internacional, Rodríguez Zapatero se propone distanciarse con prudencia y sin acritud de Estados Unidos para acercarse más a la versión de Europa que personifican Francia y Alemania. Esto puede querer decir mucho o nada, salvo gestos desprovistos de sustancia. Lo último es lo mejor que podría ocurrirle a España, desde luego, si no quiere perder el protagonismo que ha alcanzado en los últimos años en asuntos internacionales y pasar a ser lo que era antes, un don nadie, o, a lo más, un oscuro acólito de Francia, sin presencia ni voz. Elanuncio hecho por Rodríguez Zapatero de que retiraría las tropas españolas de Irak a fines de junio si la ONU no toma antes el control de la transición, ha sido a mi juicio un error, como se lo ha recordado el senador Kerry, que tiene muchas posibilidades de ser el próximo presidente de Estados Unidos. La oposición a la intervención armada del nuevo mandatario español, perfectamente legítima, es una cosa; otra, la presencia de los militares españoles en aquel país, donde no han ido a pelear sino en una misión de paz tan generosa y tan noble como la que desempeñan esas mismas tropas en Afganistán, en la ex Yugoslavia o en los países latinoamericanos donde entrenan a los policías y militares para actuar en democracia. Retirarlos ahora, cuando según la encuesta de Oxford Research International publicada el 17 de marzo, el 70% de los iraquíes declara que (a pesar de los monstruosos atentados) su vida ha mejorado desde que se libraron de Sadam Husein, es un acto injusto e inamistoso hacia los millones de iraquíes que, como los millones de españoles en tiempos de Franco, desean ardientemente vivir en paz y en libertad, y, también, un mensaje que no sólo Al Qaeda y sus huestes de dementes homicidas, sino los propios países democráticos interpretarían como un rendirse ante el terror y reconocer que éste, poniendo bombas y matando inocentes, sí consigue lo que se propone. La guerra de Irak ya pasó. Lo que ahora está en juego, allí, es una lenta y difícil transición hacia la democracia, y un país como España, con un Gobierno ahora socialista, no puede ni debe dejar de echar una mano en ese proceso hacia la legalidad y la libertad del pueblo iraquí.
En los campos de la educación, de la cultura, de la cooperación con América Latina, Rodríguez Zapatero ha esbozado proyectos razonables y mostrado un entusiasmo que sólo cabe aplaudir. Ojalá, durante su gestión, el Gobierno siga apoyando a instituciones como el Instituto Cervantes y la Casa de América que, cuestiones políticas aparte, han venido realizando en los últimos años una labor ejemplar. Y ojalá tenga el nuevo primer ministro español la sutileza, la firmeza, la inteligencia y la colaboración necesarias para sortear con éxito los tremendos desafíos que le esperan en el conflicto más áspero y peligroso para el futuro de España: el de los nacionalismos periféricos. Ese problema no ha mermado, más bien crecido con el formidable aval en las urnas que ha recibido Esquerra Republicana, un partido que, por más pacífico que sea, sabe muy bien lo que quiere, y lo que quiere es acabar con la monarquía y la secesión integral de Cataluña, en tanto que, aunque por razones distintas, tanto el PNV y el terrorismo etarra abiertamente dicen creer que con el nuevo Gobierno tendrán menos obstáculos en la consecución de sus designios, que a fin de cuentas son el mismo: la independencia del País Vasco. No se necesitan dotes de vidente para predecir que, en este campo, más pronto de lo que quisiera tendrá el nuevo Gobierno español serios problemas que encarar. Ojalá que los afronte recordando siempre que, pese a las grandes antipatías y diferencias doctrinarias que lo separan del Partido Popular, en lo que concierne a la defensa de la Constitución, del orden democrático y la unidad de España, esta fuerza política es el único aliado real con el que cuenta.
Regreso a las bombas y los muertos de Atocha. Ellos habrán servido, en lo que a mí concierne, para descubrir lo metido en las entrañas que tenía a Madrid, lo mucho que quiero a esa ciudad, y saber hasta qué punto se ha convertido en mi querencia. Cómo explicar si no la mala conciencia con que he vivido desde el 11 de marzo por no haber estado allí, compartiendo los riesgos, el miedo y la rabia con tantos amigos queridos en esos días de espanto, la tristeza que he sentido con esos tres muertos que eran empleados de la Biblioteca Nacional donde he pasado tantas tardes felices leyendo, y las veces que me he preguntado si alguno de los comensales con que cambio saludos en el Café Central donde recalo a veces no figurará entre las víctimas. Madrid sobrevivirá al fanatismo y al terror, qué duda cabe, y a partir del 11 de marzo añade a sus muchas credenciales la de haberse metido en el corazón de todo lo que queda de libre y decente en el mundo.
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