Preguntas incómodas
La gente quiere saber. Es un frenesí de radios, de periódicos, de móviles, de Internet, hasta de televisión. Nunca, en este país, parece haber interesado más la política internacional. Nunca habíamos percibido cómo lo global nos afecta con tanta fuerza. No recuerdo que tantos, a la vez, se hicieran -nos hiciéramos- tantas preguntas de difícil, si no imposible, respuesta. Preguntas urgentes, sobre el presente y el futuro inmediato; preguntas abiertas e impacientes. Preguntas que se abren en todas direcciones, pero, sobre todo, hacia el mundo global que nos penetra con todas las consecuencias. Preguntas propias de un mundo interconectado, para bien y para mal. ¿Quién tiene claves suficientes y fiables para responderlas?
La gente exige saber. Sobre todo los jóvenes. Ellos son impacientes, lógicamente no conocen el largo plazo. Cuando les digo que mi generación aún está intentando averiguar quién mató a Kennedy en 1962 y que la mejor respuesta a ese magnicidio la han dado algunos novelistas -como James Ellroy en Seis de los grandes y Norman Mailer en Oswald- les cuesta entenderlo y, con una burlona sonrisa, su condescendencia muestra un sentimiento de desprecio a una colectiva incompetencia y falta de interés por la verdad. No les falta razón. Aunque desconfiada, mi generación calló ante las mentiras que se contaron, las confundimos con la verdad y dejamos pasar la exigencia de conocer la historia. Nos acomodamos a esa idea perniciosa de que la verdad siempre quedará oculta tras mentiras oficiales porque así es la vida.
Las nuevas generaciones, tan vapuleadas, no parecen aceptar -lo vemos estos días con virulencia-, resignarse a no saber qué pasó de verdad en Madrid, cómo cuenta la lucha global, qué papel tiene en todo esto lo que Manuel Castells llama "economía criminal", cuál ha sido y es el juego de los políticos locales o globales. También exigen luz en las zonas oscuras de las cloacas de la seguridad. Estas generaciones, educadas por medios de comunicación que alardean de introducirse en cabezas y vidas ajenas, exigen su derecho a la transparencia total. Sienten que forman parte de una nueva realidad: la opinión pública global, aquella que surgió con la guerra de Irak, hace un año.
Hacen bien, aunque son consecuentes con la demagogia que les ha rodeado por todas partes. Las preguntas que hoy nos hacemos todos nunca aceptarán esperar a que se publique en España la última novela de John Le Carré -Absolute friends- sobre los nudos del terror y la mentira, y no se consolarán con la recomendación sofisticada de leer el recién aparecido y excelente ensayo de John Gray Al Qaeda y lo que significa ser moderno (Paidós), aunque muchos de los que preguntan debieran leerlo para entender mejor nuestro complicado mundo.
Queremos saber para entender y ejercer nuestra condición humana. Y esto tan sencillo, paradójicamente, resulta cada día más complicado. El guirigay de mentiras, intoxicaciones, opiniones insolventes, datos falsos e interpretaciones interesadas no ayuda a distinguir lo real de lo virtual, lo cierto de lo imaginario, el documento de la novela. Ésta es la gran paradoja de un mundo marcado por la comunicación: permite la mayor transparencia y, a la vez, la mayor opacidad en medio de una avalancha de mensajes. Ésta es la nueva guerra: aquella que instala en nuestras cabezas la permanente sospecha, la cábala, la especulación.
André Fontaine, entonces director de Le Monde, me habló, hace tiempo, de su nostalgia de una época en la que los políticos, al tener respeto por la verdad, nos respetaban a nosotros, los ciudadanos. Ésa vuelve a ser hoy la cuestión, al menos en esa España que pregunta. Pero parece que lo que se ve cuando se tiene el poder político resulta tan inexplicable y aterrador que, en el mejor de los casos, enmudecen. O nos prohíben hasta las preguntas.
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