El desquite
El Zaragoza ha entrado en La Romareda bajo palio. Estragados por el esfuerzo, con los gemelos echando lumbre y el escudo agarrado a la pechera, los muchachos de Víctor Muñoz se dieron un baño de merengue en el estadio de Montjuïc. Luego subieron al palco, levantaron la Copa, brindaron por los ausentes y volvieron a casa con el alma en suplicio, pero con el cuerpo de jota.
Algunos están disfrutando, además, de la euforia íntima del rehabilitado. Gabriel Milito, por ejemplo, utilizó su supuesta rodilla ortopédica con la precisión de un relojero: se elevó sobre el punto de penalti para pinchar los globos de Figo, se lanzó al piso como un puma para morderle los tobillos a Raúl, le dio a Portillo el abrazo de la araña y giró decenas de veces sobre su propio eje de simetría. Nunca se movió con la prevención de un convaleciente; actuó con la seguridad mecánica de una veleta. Exhibió su aplomo, cerró para siempre todas las dudas abiertas en la rebotica del Bernabéu y, además de ganar el título, al final de la prórroga había dejado de oler a cloroformo.
Movilla necesitó el mismo tiempo para doctorarse en geometría. Ante los seguidores del Zaragoza que le vieron llegar con la camiseta del Atleti camuflada en el equipaje, no sólo hizo un alarde de sentido común, sino una auténtica demostración de oficio. Bajo los focos del Estadio Olímpico, su cabeza de buda de arrabal comenzó a brillar desde el primer momento como una lámpara y, en dos de esas horas a las que el reloj no perdona ni un solo minuto, pasó lista, desplegó el mapa, abrió el compás, montó la brújula, y repartió juego frío, juego templado o juego incandescente según exigencias del marcador.
Desde su inestable posición de guerrillero del área, Dani también hizo un viaje alucinante por toda su carrera de goleador. Tendió emboscadas, fingió desmarques, cambió de rumbo para ocultar sus verdaderas intenciones, y llegado el momento controló la pelota y apuntó a la esquina con la seguridad de un tirador de competición.
El pase que convirtió en el primer gol de su equipo había llegado desde la izquierda. Allí, Savio conseguía repetir aquellas inolvidables maniobras del Flamengo en las que aparecía por el banderín de córner como una llamarada. Su fórmula era infalible: ganaba una cuarta en cada regate, y así, entre enganchones y frenazos, buscaba la rendija para meter el pase definitivo. Como entonces, en Montjuïc encaró, se fue y dio uno de esos toques inconfundiblemente brasileños en los que la bota se clava sobre el piso, tac, al alcanzar el balón. Pero esta vez hizo algo más: le pegó al roteiro como el lapidario golpearía un diamante en bruto para buscar la mejor línea de fractura.
El suyo fue un gesto de campeón y un resumen del campeonato. Con él rompió el partido, el pronóstico y el destino.
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