Deslocalización: ¿en busca del tiempo perdido?
Si un fantasma recorre los sectores industriales de la Comunidad Valenciana, es el de su ocaso ante el avance de la deslocalización. La inmensa mayoría de una estructura industrial, intensiva en mano de obra y con un tamaño de empresa liliputiense, se enfrenta a la amenaza de su supervivencia ante la competencia procedente de empresas que se han trasladado a economías con costes de producción mucho menores.
La menor presencia de multinacionales extranjeras respecto a otras zonas de España no modera la gravedad del problema, puesto de relieve por el Informe del IEI para la Cámara de Comercio de Valencia. La reducción de precios de los productos competidores, en un mercado dominado por costes de transporte y de información decrecientes, puede tener iguales, sino mayores, efectos sobre la pérdida de empleo industrial que la deslocalización directa de segmentos del proceso productivo. Lo relevante es quién se hace con la demanda, sea ésta interior o exterior, porque nadie produce bienes para no venderlos.
El fenómeno no ha surgido de forma súbita, aun cuando sea ahora cuando sus efectos empiezan a hacerse evidentes. Durante los años pasados, mientras no pocos de los más destacados dirigentes patronales se dedicaban a ensalzar la acción de unos autocomplaciente gobernantes, la globalización ha ido transformando radicalmente la economía mundial. La burbuja bursátil de las nuevas tecnologías pertenece al pasado, pero las modificaciones en los procesos de producción, distribución y promoción provocadas por ellas no tienen vuelta atrás. Sólo así es posible explicar, como han subrayado Wilson y Purushothaman en una sólida proyección, que en 2005 el PNB de China superará al de Italia o Francia, al de Alemania a fines de esta década, y que en los próximos decenios el denominado bloque BRIC -Brasil, Rusia, India y China- se vaya a transformar en una fuerza económica de peso superior a los seis países hoy más avanzados.
Ante la gravedad de la situación, puede parecer irrelevante mencionar lo ocurrido en los últimos años porque el tiempo perdido es irrecuperable. Sin embargo, de esta obviedad se infieren implicaciones menos evidentes y nada favorables para el futuro de la industria valenciana. Así, hoy buena parte de las medidas cuya puesta en práctica hace ocho años, o hace cuatro, podían haber proporcionado instrumentos eficaces para combatir su avance son ya inútiles o, en el mejor de los casos, insuficientes. Es ahora, cuando en muchos casos no hay remedio, cuando se empieza a verificar el coste de no haber contado con una política industrial, nunca reclamada por las principales organizaciones patronales, para fomentar tanto un mayor tamaño de las empresas como una reorientación productiva asentada en una estrecha colaboración con los Institutos Tecnológicos y bajo unas directrices claras deducidas de la experiencia de lo que estaba ocurriendo en economías más avanzadas.
De esta forma, una medida tan urgente como aumentar la productividad en los sectores más intensivos en trabajo, inferior a la media española y mucho menor a la de sus homólogos en Cataluña, País Vasco o Madrid, va a redundar necesariamente en una reducción del empleo efectivo (horas totales trabajadas). Y su recolocación no va a ser tarea fácil si, como está sucediendo, la administración no introduce condicionantes para impedir que las ayudas públicas sean utilizadas por las empresas, precisamente, para deslocalizarse.
Sin embargo, lo más inquietante es que en los segmentos de mayor valor añadido, las ventajas competitivas tampoco son evidentes. La inviabilidad de los sectores intensivos en mano de obra de baja cualificación no es ya la única amenaza. Como ponen de relieve los casos de Samsung, Valeo o tantos otros bien próximos, esta inviabilidad de las actividades de bajo valor añadido es sólo una de las resultantes de la globalización. La deslocalización de empresas que utilizan trabajo cualificado suscita una profunda inquietud en economías con una industria mucho más potente que la valenciana. En Francia, Chirac acaba de lanzar un plan contra la desindustrialización ante la evidencia de que la apreciable reducción del empleo desde 2001 no se ha circunscrito al textil, la madera o la metalurgia sino que ha afectado también a aquellos sectores a los que se les atribuye mayor futuro como la agroalimentaria y la farmacéutica. Y hace pocos días Laura Tyson, antes en U.C. Berkeley ahora en la LBS, constataba la trascendencia de la deslocalización laboral en Estados Unidos dentro de los sectores de la informática (incluida la programación de software) o las comunicaciones, recordando el informe de Forrester Research según el cual el outsourcing laboral afectará a afectar a más de 3 millones de empleos cualificados. Lo cual plantea la posibilidad de que la reducción, en términos reales, de los salarios de los trabajadores estadounidenses menos cualificados durante los últimos decenios pueda trasladarse en los próximos a aquellos con niveles mayores de cualificación.
A la vista de todo ello, está fuera de discusión que las consecuencias de la globalización sobre la industria valenciana no van a ser escasas. Ni deducir que sólo una actitud mucho más activa de todos los implicados, desde los empresarios hasta la administración pasando por los sindicatos y las universidades, puede evitar su ocaso. Un ocaso que hoy por hoy, y aun a riesgo de ser tachado de catastrofista, parece inevitable. Porque cuando en economías mucho más avanzadas se están poniendo en práctica medidas para combatir los estragos de la desindustrialización, aquí todavía se está identificando la amenaza. O, lo que es peor, intentando discutir su trascendencia.
Jordi Palafox es Catedrático de Historia e Instituciones Económicas en la Universitat de València.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.