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Pásalo

Por supuesto, participo de la alegría colectiva. Especialmente de esa cara de felicidad bobalicona que se nos puso a muchos al día siguiente, cuando íbamos por la calle y sonreíamos a gente que no conocíamos, exultantes de compartir el éxito. ¿Éxito? El éxito, para muchos, no era quién había ganado, sino quién había perdido, instalada la idea de que lo fundamental era derrotar al protagonista de nuestras pesadillas políticas. Y durante años, había parecido una pesadilla.

De hecho, estábamos tan instalados en la idea de que esto duraría un ciclo entero, un ciclón de años -los indicios eran inequívocos, compra de medios incluida-, que cuando sonó el despertador el domingo por la noche, nos dimos cuenta de que todo había sido un mal sueño y de que de los sueños uno puede despertarse. Y la noche soñó, soñó que venían tiempos distintos, en los que recuperar los puentes de diálogo rotos, rebajar las adrenalinas de la intolerancia y retornar al nombre sagrado de las cosas, cuando las cosas sagradas no eran usadas en nombre de nadie. Nadie, nadie estaba totalmente contento con quien ganaba, pero los contentos estaban totalmente contentos con quien perdía. Y ahora que Zapatero empieza a crecer ante nuestros ojos, y se ha puesto el vestido de ganador, y no le ha venido holgado, y sus ruedas de prensa tienen sentido de estadista, y no verbo de oposición, hasta la alegría es completa. Y había pocos motivos para la alegría, recién retornados del dolor roto, del alma quebrada, del grito ausente de nuestros ausentes asesinados. Pero, en el dolor, supimos mirar también al cerebro, y no, no votamos por culpa del atentado, votamos porque no nos gustó cómo gestionaron la noticia, cómo nos engañaron, cómo convirtieron la información de 200 muertos en un acto de propaganda. Porque sí, hubo propaganda, mucha propaganda, propaganda desesperada de Gobierno autárquico, instalado en la prepotencia del esto nos dura años, repartidos los cargos, comprados los vestidos para la boda del Príncipe y, de golpe, enfrentado a la posibilidad de la derrota. No hay peor improvisación que la que surge del miedo. Y eso hicieron Acebes y sus chicos, militar en el miedo. Miedo. Miedo sí hubo y habrá, el miedo de la perplejidad, de tener demasiadas preguntas concentradas en la oquedad del cerebro, sin respuestas del todo convincentes, con la libertad y la seguridad enfrentándose en el podio de las preferencias.

¿Quién nos ha hecho esto? Y los quienes tienen nombres, y hasta orígenes, pero no nos dicen nada, quizá porque no sabemos leer, huérfanos de la capacidad de ver más allá de nuestro bienestar. Pero estos asesinos vienen del bienestar, no nos equivoquemos, terrorismo de ricos, bien avalado con todo el dinero del petroodio, perfectamente instalado en las tiranías fanáticas que esclavizan, dominan y destruyen el ser y la palabra. No es un terrorismo de los pobres del mundo, no es el hambre de África matando en nuestros ferrocarriles, llamando a la puerta de una conciencia que no tiene puertas. Es un terrorismo que nace en el seno de la riqueza, en los países donde el dinero no es la llave de la libertad de los pueblos, sino la clave del poder, sometida la gente a la ignorancia, al fanatismo y a la esclavitud. Esclavitud que mima, consolida y garantiza las tiranías, esas que nunca salen en nuestras críticas. Porque críticos somos, y tanto, pero sólo hacia adentro, quizá removidos por nuestra vieja cultura cristiana, pero ¿y la crítica hacia fuera? ¿No existe la culpa árabe? ¿No existen esos países que dedican sus fuentes de riqueza inmensa a crear oligarquías medievales, fanáticas y tiránicas? Así les nombro: antimodernidad con móvil vía satélite. Y vía satélite nos llega la muerte, porque hay terrorismo de ricos que usa el nombre de los pobres para matar, y aquí, algunos, hasta creen que es una revuelta de pobres. Pobres nosotros, a pesar de estar contentos por la derrota del PP, que nos gustó a muchos, hartos, hartísimos de tanta prepotencia, de tanta distorsión, de tanta intolerancia, buen viaje en la partida hacia la oposición. Pero no es un nuevo punto de partida, el punto del que partimos, porque se ha acabado un Gobierno, y hasta un tipo de política exterior (aunque me la juego con los amigos: Zapatero no hará volver las tropas de Irak..., hasta John Kerry lo sabe...), y puede que volvamos a mapas geoestratégicos más serenos, pero lo que ha ocurrido en Madrid no es el final, sino el principio de muchas cosas. Por principio, quizá el principio de una comprensión más seria del reto contra la democracia que existe hoy por hoy en el mundo: el integrismo fundamentalista islámico.

Y sí, integrista es Bin Laden, que no ha ganado las elecciones españolas como dice lo más reaccionario del golpismo periodístico, porque las claves de la alternancia democrática tienen otras lecturas que la simple, perversa y maniquea que un líder medieval, enloquecido y malvado pueda hacer. Nihilismo a golpe de Corán. Pero no es el Corán, por mucho que las religiones tengan una tendencia natural a complicarnos la vida. La vida, la vida de millones de musulmanes no explica la locura fanática. La locura la explica la inculcación, durante años, de una lectura fanática, intolerante y antioccidental de un Dios cuyo nombre es usado en vano hasta la muerte. El principal enemigo del islam, la falta de libertad. El poder de la tiranía rica. Poder, el poder en España ha cambiado de manos, pásalo, y pasa también que estamos contentos, pero vigilantes, que ya no regalamos votos, sólo los cedemos, y que si no nos gusta, lo vamos a decir, finalmente conscientes de que nuestros representantes tienen que servirnos y no servirse. Que sirva, que sirva todo esto que estamos viviendo, no para temer a la libertad, ni recortarla con las tijeras del desconcierto, sino para consolidarla. Pásalo. Pasa que sólo la libertad garantiza la tolerancia... Pásalo y no temas.

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