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A pie de obra | TEATRO
Columna
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'Barcelona, mapa de sombras': caza mayor

Marcos Ordóñez

Uno. Lluïsa Cunillé ha escrito una de las grandes funciones de la temporada y de muchas temporadas: Barcelona, mapa de sombras. En la sala Beckett, hasta el 11 de abril. Una comedia feroz, lírica, valiente, imprevisible, misteriosa y diáfana; formidablemente interpretada y dirigida; tan decisiva y culminante como Días enteros en las ramas, de la Duras, o Moonlight, de Pinter. Sus protagonistas son un viejo matrimonio en una vieja casa del Ensanche barcelonés, donde "las almas son bajas y pequeñas como gateras". El hombre va a morir. Una calurosa noche de verano, él y su esposa hablan con los realquilados, uno a uno, para pedirles que se vayan: quieren estar solos en ese tramo final. Tres realquilados. Una mujer rubia, hastiada y libre, que sobrevive dando clases de francés. Una muchacha suramericana, embarazada, que trabaja mil horas en un bar. Un joven vigilante de seguridad, ex futbolista, abandonado por su pareja. En la cuarta escena aparece el hermano de la esposa, cirujano, homosexual. Todos van a hablarnos, por espacio de dos horas. ¿Recuerdan a Leonor Watling en Mi vida sin mí, contándole a la protagonista agonizante, sin preámbulos, la terrible historia de las siamesas que murieron en sus brazos? ¿Recuerdan a la Mujer Zurda de Handke, aquella noche en la que se reunió con la gente a la que había conocido durante el día, y de pronto todos rompieron a hablar? O mejor dicho, se deslizaron hacia la narración; alcanzaron sin preámbulos el único estado desde el que pueden ser dichas las cosas verdaderamente importantes. Bien: Lluïsa Cunillé es de los poquísimos escritores que sabe colocar a sus personajes instantáneamente en ese estado. Sin falsa poesía, sin construcción del sentimiento, sin clarines de aviso; sin esos momentos en los que el Echanove de turno se queda mirando al tendido y dice: "Nosotros también teníamos chófer". Sus personajes habitan ese estado porque ni esperan nada ni tienen nada que perder. Y es entonces cuando brota no un recuerdo, no una confesión, no un grito declamado, sino, como pedía Whitman, "something far away from a puny and pious life / something escaped from the anchorage and driving free". Lourdes Barba, la directora, ha sabido acompañar a sus actores hasta ese estado. No es tarea fácil. De hecho, es tan difícil como acceder a él desde la escritura.

Dos. El viejo no duerme porque teme morir en cuanto cierre los ojos. Era portero en el Liceo, y conoció a la Callas y a su perro, y allí aprendió a disfrazarse. Se tira pedos como quien dispara al aire. Todos sus amigos han muerto o viven demasiado lejos. El viejo es Alfred Luchetti, y está para comérselo, para devorarlo, con esa humanidad y esa transparencia ("de cristalito") que sólo alcanzan algunos cómicos cuando empiezan a estar de vuelta, cuando ya no esperan nada innecesario. La profesora de francés escribió, en su juventud, un libro, "tan descatalogado como las ideas que contenía". Conserva la foto de un muchacho que asesinó a su madre y bailó desnudo sobre su cadáver. La ciudad se le ha vuelto indistinta. Su hijo es arquitecto y ha contribuido a destruirla. Una ciudad tomada por los especuladores y los corredores de footing y los turistas y los delincuentes; una ciudad en la que los bares son "completamente inofensivos". La profesora es Lina Lambert, eterna cómplice de Lluïsa Cunillé: una elegancia oscura, una voz como una luz tenue y precisa en la madrugada. La esposa escribe un diario secreto desde su infancia. La esposa es Mon Plans, que aquí está como nunca ha estado, como un cruce entre Frances Conroy, la madre de Six Feet Under, y Cloris Leachman en The Last Picture Show. La escena de su encuentro con el joven vigilante (Jordi Collet) que anhela una madre, que susurra el himno del Barça como una elegía del mismo modo que ella le canta La Bohème como una nana, es el ojo abierto y central y desvelado de la función: no se puede escribir mejor, no se puede interpretar mejor. Daniela Corbo es la extranjera, la sangre nueva y mestiza, la portadora del hijo futuro; otra mujer feroz, otra actriz feroz en esta galería de actrices y mujeres feroces. Albert Pérez es el hermano, el cirujano que quiere ser ruso. Y es casi una mujer feroz. Sueña con incendiar la ciudad, rescatar a su hermana y viajar juntos, muy lejos, en el Transiberiano, como Blaise Cendrars y la petite Jeanne de France. Busca a alguien, "alguien a quien he de conocer esta noche, y que me lo explicará todo". Cuando llegue la última escena, en la alcoba del matrimonio, al final de la noche, se consumará el prodigio: sabremos todo, absolutamente todo, de estos personajes, como en un culebrón que de repente muestra su envés de nudos, en passant, sin darle mayor importancia: grandes revelaciones, incestos, paternidades ocultas, combustiones espontáneas. Tendido en la cama, en la oscuridad, el viejo volverá a escuchar las frases del general Sánchez el 26 de enero de 1939, cuando los fascistas españoles fueron abrazados por los fascistas catalanes: una escena que Brossa y Bernhard hubieran aplaudido, llorando a carcajadas.

No falta ni sobra nada en este texto. Todo es importante, nada es "simbólico" o "significativo". No hay costumbrismo. No hay opacidad. Lluïsa Cunillé ha dado un gran salto con esa obra, pero sigue siendo escandalosamente desconocida fuera de Cataluña. Porque su tono es inusual. No es una autora difícil, como se ha dicho. Es una autora clara: lo que sucede es que hay demasiado ruido, demasiado tintineo a su alrededor. Y es una autora mayor, que quedará, cuando caigan las etiquetas y la pereza receptiva. Hay que correr a aplaudir Barcelona, mapa de sombras.

P.D. También he visto El retablo de las maravillas, de Joglars, en el Lliure. Un Boadella grande cuvée. Con los blancos perfectamente definidos, y la mala leche fluyendo directa. Un guión soberbio y, como siempre, unos actores que se salen. Se lo cuento el próximo sábado.

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