La piedad y el deseo
Ya nadie se pregunta por el sentido del dolor. Puede que haya habido pocas sociedades que, tras la apariencia de felicidad y confort de la nuestra, oculten un grado mayor de sufrimiento, y, sin embargo, esta experiencia límite raras veces adquiere para el hombre moderno una significación moral. Por eso aparta de su lado a viejos y enfermos, automutila su lenguaje y su memoria, y hasta toma la decisión de bombardear países enteros como si se tratara de una simple operación comercial en que lo único importante es la marcha de sus negocios. Tocqueville consideraba el impulso humano hacia el bienestar como uno de los impulsos más fuertes de la sociedad democrática. No le podemos echar en cara que no supiera valorar el poder destructivo que engendra ese mismo impulso. Lo burgués es considerar que el universo fue hecho para que pudiéramos disfrutar de él sin peligro y para darnos comodidad y ayuda. En ese sentido, todo el cine de Pedro Almodóvar es antiburgués. Lo es por el tipo de historias que cuenta, por su actitud transgresora, pero, sobre todo, y creo que en esto no se ha insistido lo suficiente, por su voluntad de pobreza. Pedro Almodóvar sabe que si hubiera una pobreza hermosa, una especie de pobreza moral, ésta resultaría subversiva, y por eso se aplica con tenacidad a reivindicarla en su cine. Voy a poner dos ejemplos. En Mujeres al borde de un ataque de nervios, el pequeño gallinero que Carmen Maura tiene en la terraza de su piso, es un espacio de pobreza; en Hable con ella (su película más hermosa), la habitación del hospital donde Javier Cámara se ocupa del cuerpo herido de Leonor Watling, también es un espacio así. Ambos son espacios morales, porque lo que está en juego en ellos es el cuidado y la continuidad de la vida.
En La mala educación no hay en principio nada comparable. Almodóvar ha hecho, en la radiante madurez de su arte, una película oscura, valiente y pesimista, que no se puede contemplar sin dolor. Nunca había ido tan lejos, ni lo había hecho con una precisión y un compromiso tan desgarrador. "Sólo nos espera la pena", parece decirnos. La mala educación recuerda esas películas de ciegas pasiones naturalistas, como Deseos humanos, La bestia humana o Thérèse Raquin, y tal vez a los melodramas de Douglas Sirk, pero también a las películas de monstruos de nuestra infancia. A aquellas películas de serie B, de los años cuarenta y cincuenta, que nos transportaban a la oscuridad de los bosques y de los pantanos para hablarnos de muertos vivientes, hombres lobos, vampiros, mujeres pantera, y tantas otras criaturas anómalas que bien mirado no eran sino una metáfora del corazón humano, siempre lleno de anhelos, siempre queriendo abandonar la helada irrealidad de sus oscuras leyendas para encontrar cobijo en la ciudad de los hombres. Y, naturalmente, sin lograrlo, pues la propia intensidad de su deseo lo hacía imposible.
Eso era ser un monstruo, no poder renunciar al propio deseo. Y todos los personajes de La mala educación son monstruos, en cuanto son víctimas de la intensidad de lo que sienten. Tal vez por eso no podemos odiarles, porque a pesar de sus bajezas estamos unidos a ellos por un sentimiento de piedad. Isak Dinesen, escritora por cierto tan querida por Pedro Almodóvar, solía afirmar que sólo el que había arriesgado su alma por un deseo podía decir que había vivido de verdad. En uno de sus relatos la sífilis es vista como expresión de riqueza. Por eso la pequeña llaga rosa que su protagonista descubre como anuncio de esta enfermedad, es descrita a la vez "como una rosa" y "como un sello en los labios". El sello de esa vitalidad cuya expresión máxima no es tanto la supervivencia, como la continuidad del deseo. En el cine de Almodóvar son frecuentes personajes marcados por un sello semejante. Puede que el más emblemático de todos sea el travestido de Todo sobre mi madre, en el que Guillermo Cabrera Infante vio la encarnación del mito del vampiro. De hecho, un buen número de personajes de Almodóvar parecen haber prometido su alma al demonio a cambio de que su vida se convierta en un cuento, aunque sea de terror. Pero Almodóvar sabe que el demonio no suele cumplir sus promesas, de ahí que esta serie de criaturas tan encantadoras como desquiciadas que tanto pululan por su cine suelan tener un destino trágico. No pueden entregar la rosa que llevan en sus manos simplemente porque ésta no es real, es un delirio de su imaginación. En ese caso, ¿cómo podría contarse su historia? La vida del hombre, parece decirnos Almodóvar en La mala educación, no puede ser contada. Hay en ella demasiada oscuridad.
De hecho, al comienzo de la película, su protagonista recorta del periódico una noticia en que una mujer se arroja a los cocodrilos sin proferir grito alguno, ante la mirada asombrada de los paseantes, como si antes que hacerlo movida por la desesperación lo hiciera en un rapto de amor. Un tiempo después, ese mismo personaje nos dirá que él mismo se ha arrojado a la historia que quiere contar como la mujer de la noticia lo hizo a los cocodrilos. Pero ¿por qué ha necesitado hacer algo así? El eje del cine de Pedro Almodóvar no es la culpa, sino la piedad y el deseo. Sus personajes aman tanto la vida que no dudan en arriesgarla en aras del principio erótico. De ahí su gusto por la metamorfosis, los entrecruzamientos sexuales, la burla de uno mismo, y la alegría.
Y sin embargo en La mala educación no hay el mínimo atisbo de alegría. De hecho, todos sus personajes se están muriendo. Se mueren, como La sirenita de Andersen porque quieren lo que no pueden tener. Y es curioso que su personaje central, como el personaje de ese cuento infantil, al crecer pierda la maravillosa voz que ha tenido de niño, y que sea también su sueño de transformarse en una muchacha, y tener un alma inmortal, el que le arroje a la muerte. ¿Se debe todo a la mala educación recibida? No, no lo creo. Hay en esta película una crítica lúcida y demoledora a los abusos que sufrieron tantos niños en los colegios de religiosos, y a la repugnante manipulación de la Iglesia, que sigue extendiendo sus redes hasta hoy, y basta con leer las últimas declaraciones de la Conferencia Episcopal para comprobarlo, pero La mala educación está lejos de ser un simple ajuste de cuentas. Las escenas de la infancia de los protagonistas, la escena, por ejemplo, del cumpleaños del padre Manolo, en que sus compañeros de congregación le regalan el niño del que está enamorado, como si se tratara del más delicado de los postres, o las escenas del dormitorio o del río, son de una belleza dolorosa, casi insoportable. Pero cuando poco después vemos cómo los rostros de los niños se confunden, en un deslumbrante encadenado, con los rostros de los adultos en que se han llegado a transformar, algo nos dice que la pregunta que de verdad está en juego no es la que se refiere al tipo de educación recibida, sino a por qué nuestros propios deseos nos pueden destruir.
Tal vez por eso preguntarse por el deseo es hacerlo por el dolor al que con toda probabilidad nos tendremos que enfrentar. Y contar para Pedro Almodóvar es responder, ser responsable. O dicho de otra forma, transformar el dolor en una experiencia moral. Es ese el significado del último plano de la película, cuando su protagonista, el director de cine, le pide asqueado a su amante que se vaya. A partir de entonces sólo tendrá su arte para enfrentarse al sufrimiento. La victoria arrebatada a la derrota, en eso consiste para Pedro Almodóvar el arte de narrar.
Pero ¿es posible esa victoria? Pedro Almodóvar no responde a esta pregunta, y será el espectador quien, después de ver su película, tenga que sacar sus propias conclusiones. Al final de la novela de William Golding, El señor de las moscas, cuando el barco se detiene en la isla para rescatar a los niños, uno de ellos, recordando el infierno del que han sido activos protagonistas, se echa inesperadamente a llorar. "¿Por qué lloras?", le pregunta el marinero que viene a salvarle. Y el niño le contesta: "Lloro por la oscuridad del corazón humano".
En La mala educación las lágrimas de ese niño siguen fluyendo por todos nosotros.
Gustavo Martín Garzo es escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.