Atocha, zona cero
Los ciudadanos convierten la estación en un santuario de dolor y solidaridad
Miles de velas rojas en el primer piso de la estación de Atocha. Cientos de personas que pasan para encender las apagadas y colocar más y más cirios. Hace un calor agobiante, como el dolor de los que se acercan a rendir su homenaje a las víctimas en este santuario improvisado. "Aquí están los espíritus de la masacre del 11-M", dice uno de los carteles colocados en el suelo.
Maribel se acerca con una hoja blanca, la coloca en el suelo y la sujeta con cuatro candelas. "En memoria de Abel, Iris y Mercedes". La víctima 201, Mercedes Vega Mingo. Compañera de Maribel en la empresa Atento. Iris, familiar de una amiga; Abel, amigo de otra. Maribel tiene buenas razones para estar aquí aunque no conociera a Mercedes. La han enviado sus amigas porque no se atrevían a entrar en Atocha.
Otro cartel: "Óscar Abril Alegre, 19 años. En Madrid nací, en Coslada viví, en Atocha morí: ¿Por qué?". Muy cerca de la foto donde Óscar sonríe, alguien ha dejado unos calcetines negros atados a modo de crespón. Hay banderas de países que también están aquí de luto, reclamando sus muertos en la catástrofe. Muchas son ecuatorianas. Dolores Belgrano, argentina residente en la capital, ha dejado la suya, con una leyenda:
"Argentina llora con España", y una canción esperanzada, "Sólo le pido a Dios, que la guerra no me deje indiferente". En medio de toda la cera votiva hay una azalea y muchos ramos de flores naturales y tulipanes de plástico.
Fuera de la estación, alrededor de la cúpula, se ha montado otro altar. Aquí, los mensajes en los cristales piden justicia, exigen responsabilidades políticas y recuerdan a los que cayeron hace tan poco.
Eusebia Temprano ha venido del barrio de Moratalaz arrastrando su "pena enorme", sus 81 años, y una bolsa llena de velas que va prendiendo por todo el círculo. "Yo pasé la Guerra Civil cuando era chica y perdí a mi madre. ¡Esto me ha recordado tantas cosas!". Su marido tira de la mujer porque ya no quedan velas. "Viene aquí a sufrir", dice el hombre. No tienen familiares afectados por las bombas. "Yo no soy de esta época, este egoísmo no lo entiendo...", balbucea Eusebia llorando sin consuelo.
"Marroquíes, sí; Al Qaeda, no", clama un papel previniendo contra los vengadores irracionales. Un muñeco de papel maché de colores sostiene en la mano su corazón. Los amigos de Iris también han estado aquí arriba para gritar con pintura blanca que no la olvidan y que Vallekas tampoco. Puri llega con su hija de dos años, Lucía. La niña recoge las velitas apagadas para que su madre las encienda. "No creo que entienda nada pero seguro que algo se le queda viendo este homenaje".
Aparece Lourdes Custode, ecuatoriana de 42 años. Salió en las televisiones en el momento de la confusión buscando a su hijo desaparecido en el tren de El Pozo. Ayer daba pasos muy cortos alrededor de la cúpula de Atocha con el espanto fijo en el rostro. Su hijo apareció finalmente el mismo jueves por la tarde en el Gregorio Marañón, pero el dolor por lo que pudo ser no la abandona. "Casi tengo que venir a poner una vela a mi Gustavo, imagínese".
Como dice una de las pancartas de Atocha, "ningún hombre es una isla". Por eso están estos lugares llenos de gente. Hombres y mujeres compungidos que han sufrido el golpe cerca, que necesitan espacio para su catarsis, que deben llorar en algún sitio. Por eso el santuario de Atocha se va extendiendo cada hora, superando las vallas que lo acogen.
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