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Peces que incuban palabras en Madrid

Manuel Rivas

Siempre se dice, en estos casos, que sobran las palabras. Es una convención absurda. Al contrario, una de las labores prioritarias es rescatar las palabras.

Hay que ir rebuscando, a las palabras, en las ruinas del lenguaje. Están espantadas, perseguidas por los molares rechinantes de horror y terror. La onda expansiva las ha arrojado muy lejos. Entre hierros retorcidos, las palabras madrugadoras, las onomatopeyas. La hoja del calendario se mueve a bandazos suspensa por el viento acorralado. Hay una palabra que sustituye a oxígeno en la composición del aire. Dolor. En sus orígenes, antes de ser abstracción, no había dolor, sino dolores. Como cuentan los doctores Muriel y Madrid, en su monumental Dolor (Editorial Libro del Año), los antiguos griegos usaban por lo menos cinco términos diferentes que significaban dolor. Dolores concretos. Así, Achos era el dolor asociado al miedo. Algos, al frío. Odyne expresaba el intenso dolor de los dientes o el de ser mordido. Ponos, el dolor de la fatiga extrema. Kedos, el dolor por la pérdida de un familiar, de un ser querido. La abstracción puede ser una elevación de la palabra, pero también un vaciado. Hoy el dolor desanda su camino, baja de las nubes, vuelve con todos. Me parece verlo andar por las traviesas, por el espacio más público, por eso que llaman "derecho de paso". Esta clase de dolor, el dolor radial de Madrid, significa todos los dolores. Duele en cada vértebra, en cada palabra.

Hay peces que incuban sus crías en la boca. Ya sabemos dónde se han escondido las palabras. Dónde han encontrado cobijo. En el duelo, las bocas incuban de nuevo las palabras. Significan lo que significaban antes, pero ahora tienen un significado extra. Las palabras son supervivientes que hablan también en nombre de los muertos.

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La palabra dolor se ha disuelto en la atmósfera y forma parte de la respiración colectiva. Hay otro término al que se refieren los doctores Muriel y Madrid, y es el de explorar. En su etimología, tendría el sentido de exteriorizar el llanto, hacer oír el dolor. Hay unas compañeras, una familia de palabras, que han resistido la saña con que las perseguía la onda expansiva del terror. Entre ellas, compasión y comunidad. Y han resistido en las bocas de Madrid, incubando un significado emocionante e inolvidable.

El dolor se comparte. No es un territorio de competencia. Competir por el dolor, apropiárselo, utilizarlo para producir un exceso de sospecha o desacreditar a conciudadanos diferentes en el pensar es una manera de negar la esencia del dolor. Los sanitarios, los bomberos, los ferroviarios, los policías, los miembros de protección civil, toda la población solidaria... Nadie de ellos ha perdido su precioso tiempo en arrojar trozos de dolor contra otros. Nadie se ha dedicado a llenar una saca de reproches para luego repartirlos a discreción. A nadie se le ocurrió medir la intensidad del dolor en función del asentimiento o no a la política gubernamental a lo largo de estos años.

España, la sociedad española, es una comunidad democrática fuerte. Es también una nación de naciones. Y ojalá recupere su papel más activo en la construcción europea, y sirva de útil y modesto bombero para un mundo más solidario y menos inflamado. El sentimiento de comunidad democrática como principal rasgo de identidad es lo que ha cambiado en la historia de España. Ése es el círculo climático más amplio. La comunidad funciona como un hábitat, como un espacio de deseable fotosíntesis, que permite conjugar unidad y pluralidad. Hay que preservar ese hábitat. No puede llevarse todo -por ejemplo, la disidencia cultural o política- al terreno del ring, del kick boxing.

Otra convención falsa es que las manifestaciones no sirven para nada. Al contrario, otra vez. Los peces de que hablamos nadan juntos, como vuelan los estorninos, para protegerse de los depredadores. Esas marchas cívicas conjuran el dolor, son una exploración, y refuerzan el sentimiento de comunidad. Los políticos y dirigentes que de verdad amen a este pueblo tienen que incubar palabras que contrarresten la producción de odio. Ya saben dónde están. En la imprescindible solidaridad democrática. En la boca de los peces de Madrid.

Manuel Rivas es escritor.

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