La sala de los 37 muertos sin nombre
Los forenses tratan de identificar en el cementerio de La Almudena los restos más deteriorados
Su jefa se acerca por detrás y les pregunta:
-¿Habéis identificado a alguno más?
Sin esperar a que respondan, la mujer les anuncia:
-Acaba de llegar una clavícula.
Son las seis de la tarde del sábado 13 de marzo y esto es el cementerio de La Almudena de Madrid. Según se entra a la izquierda, en un pabellón de techos altos y paredes blancas, a una temperatura nunca inferior a los cuatro grados ni superior a los ocho, estos dos médicos del Instituto Anatómico Forense intentan desde hace horas ponerle nombre y apellidos a 37 muertos sin nombre. Las bombas se ensañaron con ellos de tal manera que junto a los féretros que albergan sus restos sólo se han podido colocar dos letras, dependiendo del lugar donde fueron encontrados hace ya 60 horas, y un número de orden. Nada más.
Los forenses, con las mascarillas bajadas, dicen que su fin es que no se repita el fiasco del Yakolev
De la conversación que abre este reportaje, y de lo que viene a continuación, se puede deducir que esta sala fría y grande, con capacidad para un centenar de ataúdes dispuestos en carretillas de ocho, reúne todo el horror imaginable, pero sin embargo aquí no hay todavía llanto. Por duro que parezca, los forenses necesitan hacer su trabajo más preocupados de la ciencia que de las emociones, y de ahí que las familias de los desaparecidos no hayan sido convocados todavía. De hecho, estos dos forenses -José Luis Prieto, experto en antropología, y Luis Segovia, en toxicología- explican su trabajo con una calma y una claridad exquisitas, y sólo se incomodan cuando el periodista trata de indagar en sus sentimientos. Es ahí cuando Segovia ataja incómodo:
-No me haga usted esas preguntas, por favor.
Sí cuentan que el trabajo ha sido muy duro hasta llegar hasta aquí. Que desde las dos de la tarde del día 11 hasta las tres de la madrugada del día 12 se dedicaron a hacer autopsias. Que no se trataba tanto de conocer las causas de la muerte, desgraciadamente claras, como de ir recopilando datos para la posterior identificación. "No es lo mismo saber que una mujer tiene una cicatriz en tal sitio que añadir la causa: una operación de vesícula o quizás de útero; cuantos más datos sepamos, mejor". Se encontraron estos hombres con muchos jóvenes fallecidos que conservaban el cuerpo aparentemente intacto. La onda expansiva los destrozó por dentro, aniquilándoles los pulmones, y los respetó por fuera. "Son efectos extraños para nosotros", cuenta Luis Segovia, "que no estamos acostumbrados a ver este tipo de cadáveres". Los forenses, con las mascarillas bajadas hasta el cuello, cuentan que su objetivo último es que no se repita el fiasco del Yak-42. "Los familiares", coinciden, "tienen derecho a tener la total seguridad de que es su ser querido el que está dentro del ataúd. Y para eso trabajamos nosotros. Tenemos que intentar que el momento de la identificación del cadáver sea lo menos traumática posible, pero es necesario que sepan en qué estado ha quedado, por terrible que parezca".
Junto a los médicos forenses, en la sala de los cadáveres sin nombre trabajan biólogos, estomatólogos, policías... Ya han conseguido datos suficientes para que 15 de los cuerpos puedan llegar a ser identificados en función de datos odontológicos o a través de las huellas, de cicatrices o de sus ropas. El resto está en tan mal estado que tendrán que recurrir al ADN.
José Luis Prieto y Luis Segovia esperan que todos los féretros puedan llegar a la tierra entre el cariño de sus familiares. Saben que mientras lleven etiquetas del tipo CA-34, que quiere decir "cadáver número 34 recuperado en la catástrofe de Atocha", esta sala grande del cementerio de La Almudena seguirá siendo la cámara de los horrores, un lugar frío y sin alma. Pero que en cuanto ellos sean capaces de asociar la etiqueta CA-34 al nombre de Sonia o de Luis, un llanto desgarrará la noche.
Se terminará entonces la angustia y empezará la pena.
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