El futuro de nuestro presente
Asociamos acontecimientos, y junto a ellos sensaciones, a las fechas. Algunas imperecederas. Estamos ante una de ellas, 11 de marzo de 2004, que estará en nuestro recuerdo, en nuestro corazón y en la retina de todos cuantos tenemos una mente sana, un corazón bondadoso y unos ojos limpios. Poco más se me ocurre decir cuando los ojos se nos empañan de lágrimas al ver las imágenes, oír los testimonios y presenciar las mezquinas declaraciones de aquellos que no tienen otra manera de entrar en esta macabra escena que se nos ha obligado a presenciar que exponer sus sesudas argumentaciones sobre la paternidad del incalificable desastre.
Quizá tengamos que preguntarnos si como sociedad lo estamos haciendo bien o presentamos graves deficiencias que conducen al desprecio más miserable de nuestros vecinos. Posiblemente éste sea un interrogante que esconde mucho más que palabras ideológicamente pertinentes y que, por desgracia, sólo formulamos en momentos aciagos como el presente. Sin embargo, ha sido una pregunta que ayer oí formular a personas bien distintas, lo cual me llenó de orgullo y me devolvió una sensación perdida de humanidad. Dejen que me explique.
Recibí la noticia, como tantos, de mañana, con el solo horror del desastre, no de su proporción, y como jueves que era me dirigí a la Universidad. Allí descubrí que compañeros y alumnos permanecían apesadumbrados manifestando con sinceridad su repulsa. Me sumé con una compañera con la que tropecé. Cosas de la vida, pensé: mientras a otros se la han arrebatado, Miren lleva con infinita alegría su embarazo. Recuerdo que hablamos de ello y que, en cuanto docentes, tratamos de buscar algún significado a lo ocurrido. Pero las explicaciones a las que llegamos no nos satisficieron como personas. Me encontré igualmente con Juan, otro compañero: de nuevo, las explicaciones a las que llegamos no nos satisficieron como personas. Topé finalmente con un grupo de alumnos -de los que llegan a casa los domingos de madrugada y nunca me han confesado en qué estado; de los que no salen o vienen a horas, para mí, más prudenciales; de los que llevan el cuerpo horadado; de los que visten como los pijos; de los que llevan pelos rasta; es decir, de casi todo el espectro que podemos contar en nuestras calles-, y en la juventud e inexperiencia de sus ojos volví a ver dolor y consternación. Como universitarios inquirimos por el motivo; las explicaciones a las que llegamos tampoco nos satisficieron como personas. Pero me agradó ver un algo más en ellos, en nuestros jóvenes, en nuestro futuro a la postre: sentimiento para sufrir cuando sufre el otro. Esto también me hizo pensar y las conclusiones a las que llegué, esta vez sí, me satisficieron como persona. Y me dije: vale la pena seguir trabajando con estas personas que sufren, sienten y padecen.
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