Madrileños
Soy periodista desde los 20 años. Ejerzo con vehemencia esta bendita profesión que adoro y no cambiaría por ninguna otra. Repaso mi labor en todo este tiempo y me estremece comprobar el protagonismo que han tenido en ella los atentados terroristas aquí en Madrid. Si alguien piensa que vivirlos de cerca, ver la muerte y el dolor extremo tan próximo a tu piel, termina endureciéndote, está en un error. Aprendes, sí, a sujetar las emociones y proceder como si fueras de una pasta especial que te permite no resquebrajarte ante la atrocidad, pero el horror se posa dentro y corres el peligro de envenenarte cuando fermenta.
La visión de un cadáver agujereado por las balas o destrozado por los explosivos, una viuda desolada, o el gesto de estupor de un niño huérfano, termina resultando tan tóxico para el organismo como el efecto acumulativo del mercurio. Sólo un compuesto granítico puede permanecer insensible ante la visión de una vida segada y las lágrimas incontenibles de sus seres queridos sumidos aún en la incredulidad.
Corrían los primeros años de la democracia cuando la banda terrorista ETA decidió acabar con la vida de un magistrado. Dos tipos a bordo de una moto esperaban a la puerta de su casa en las inmediaciones de María de Molina. Nada más salir del portal, el que iba de paquete se bajó del vehículo y le pegó dos tiros a quemarropa. Aún estaba el cuerpo sin vida sobre la acera cuando un adolescente se acercó a preguntarme por qué estaba allí la policía. Ni en cien años que viviera podría olvidar la cara de ese chico cuando comprendió que la víctima mortal era su padre.
El pasado jueves, un policía municipal se esforzaba por sujetar a una pobre mujer que lloraba sin consuelo en las inmediaciones de la estación de Atocha. "¿Dónde está mi niña?", gritaba, "¡necesito ver a mi niña!". Dios sabe hasta qué punto entendí su consternación y su desgarro. Una hora antes, yo mismo, tan acostumbrado a contar el tormento ajeno, me veía sumido en similar angustia por temor a que una de mis hijas pudiera encontrarse entre las víctimas de la matanza. "Mi niña" estaba también en Santa Eugenia en un tren de cercanías. No fueron, por fortuna, muchos los minutos que transcurrieron hasta que supe que se encontraba ilesa, aunque sí los suficientes para desmadejarme el cuerpo y añadir a mi cabeza un buen puñado de canas. Como ella, hubo miles de madrileños con nombres y apellidos, seres cuyas vidas nos importan más que la propia porque el dolor de su ausencia nos resultaría del todo inasumible. En la mañana del 11-M, el aire de Madrid registró el más intenso cruce de llamadas que cabe imaginar. Llamadas cargadas de tensión y dramatismo, que llegaron a saturar la red de telefonía móvil hasta el colapso. Personas que teóricamente nada tendrían que temer y que, de pronto, se sienten vulnerables, amenazadas en lo más íntimo y querido por la acción de unos tipos cuya causa, la que sea, en el mejor de los casos no vale una mierda comparado con el dolor que son capaces de generar.
Madrid ha sufrido en numerosas ocasiones el zarpazo del terrorismo. En cada una de ellas, la cifra de muertos y heridos siempre nos parecía desmesurada y lamentábamos la suerte de aquellos a los que había tocado en desgracia la bala de su ruleta rusa. Esta vez, el tambor estaba lleno de munición y nos ha salpicado la metralla prácticamente a todos. Hemos vivido, estamos aún viviendo la mayor catástrofe desde la guerra civil. El número de víctimas es tan enorme que casi no hay en Madrid una sola casa donde no tengan algún familiar, amigo o conocido que haya sufrido de una forma u otra la matanza del jueves. Siento decir que nada nos consuelan las ortopédicas declaraciones de quienes no supieron protegernos prometiendo la captura y el castigo a los culpables. Sólo unos psicópatas pueden organizar algo así, y a los psicópatas les da igual todo. Sí nos reconforta, en cambio, el espectacular ejemplo de ciudadanía que Madrid ha ofrecido a España y al mundo. El jueves hubo fortaleza, solidaridad y riadas de voluntarios para todo. Nuestros servicios de emergencia dieron un recital de abnegación, eficacia y coordinación en las peores circunstancias posibles. Será difícil olvidar la manifestación de ayer, los gritos de libertad y las colas de ciudadanos para donar sangre. Muchos descubrieron el jueves que son madrileños. Personalmente, nunca me sentí tan orgulloso de serlo.
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