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Columna
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Madrid

Alguien puede estar caminando ahora mismo por las aceras de una ciudad como si nada hubiese ocurrido. Tal vez incluso decida pararse ante un quiosco a contemplar las imágenes de la matanza en las portadas de los periódicos con frialdad y distancia. Alguien es capaz de entrar en un vagón lleno de trabajadores y estudiantes somnolientos, de sonreír quizá a una niña en su asiento antes de dejar a su lado una mochila cargada de dinamita sin que nadie perciba a simple vista su estigma, la alimaña que oculta en la oscuridad de su cerebro fanático y que lo aísla sin remedio de los demás seres humanos. Uno se pregunta cómo es posible que exista una mente en la que quepa un designio tan macabro como el que el jueves sembró de muerte la mañana de Madrid. Sólo alguien con una concepción absolutamente teocrática del poder puede convertirse a sí mismo en el dueño insensato de la destrucción como el dios de las plagas y del aniquilamiento, el dios también de aquel general, Millán Astray, que irrumpió en las aulas de la Universidad de Salamanca al grito de ¡Viva la muerte! Sólo alguien así, tan fascista, tan integrista, puede haber ejercido su potestad en nombre de Alá o de la patria con la calma fría de la peor especie de criminales. Sobre su conciencia pesa ahora mismo y para siempre la vida segada de todos esos chavales que salieron de casa hacia el instituto como cada día por la línea de Atocha con el walkman y los blocs de anillas con apuntes para no regresar más, la de los trabajadores de los barrios obreros de Santa Eugenia y el Pozo del Tío Raimundo, que fue el corazón de la resistencia obrera durante el franquismo, la de centenares de muertos y heridos, gente pacífica que se manifestó en su día contra la guerra de Irak como todos nosotros.

De repente a través de las pantallas de los televisores nos volvieron a la retina las imágenes en blanco y negro de la capital bajo los escombros de los bombardeos durante la guerra civil. "Madrid qué bien resistes" cantaban los milicianos que bajaban en tren desde la ciudad universitaria bajo la lluvia silenciosa de la Historia. Madrid ahora es ese dolor de hierros contorcidos y vagones aplastados en Atocha, los ojos difusos de una cría de quince años temblando ante un micrófono, el chispazo de pavor de un padre que busca desesperadamente el nombre de su hijo en las listas de heridos, las sirenas lívidas de las ambulancias, una mano inerte que cuelga de una camilla, es una mano grande y endurecida por años de trabajo físico con callos en las palmas como tienen las manos de los obreros, carne de nuestra carne. Pero Madrid además es la dignidad viva de una ciudad golpeada, su respuesta cívica y solidaria, las colas para donar sangre, su silencio conmovido. Madrid hoy somos todos. Porque ahora sí tiene que ser posible, por una vez, la unidad de todos los demócratas frente a los escuadrones de la muerte.

Pero no podemos claudicar ni permitir que sean ellos quienes decidan nuestro voto. Sólo hay una manera de responder a los que han querido reventar el proceso electoral y es acudiendo masivamente a las urnas.

Desde la mañana del jueves, cuando de camino al trabajo, la barbarie se instaló a nuestro lado en la radio del coche muy temprano, todos seguimos teniendo el corazón alojado en la boca del estómago, porque la indignación desarmada y sin límites tiene algo de vértigo y de incredulidad y de rabia. Y las palabras ya apenas sirven realmente más que para dar un poco de forma a esa emoción . Madrid, te quiero.

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