Una casa no es un hogar
Uno. Le pedimos a un clásico que invente pasiones nuevas o reproduzca las antiguas con la misma intensidad. Hacía muchos años que no veía Casa de muñecas y la verdad es que sigue siendo un estupendo artefacto dramático. Parece una obviedad, pero si ese texto funciona tan bien es porque rebasa muy mucho su etiqueta de proclama feminista (que lo es, y muy valiente, sobre todo para 1879). Ibsen no sólo nos cuenta la peripecia de Nora, pasando, como en la canción, "de niña a mujer", sino que traza una constelación, la historia de un grupo de personas determinadas por la carga del pasado -herencias de sangre y educación, vínculos no deseados, patrones impuestos- tratando de liberarse de su peso. El doctor Rank ha de enfrentarse a la muerte, víctima de una enfermedad paterna, y a su pasión secreta por Nora; el procurador Krogstad lucha como puede contra el estigma de un delito; Cristina Linde lleva la cruz de un amor sepultado por una elección errónea. Y Torvald, el marido, el más torpe, el más inerme, obtendrá su revelación in extremis, cuando todo su mundo salte hecho pedazos.
La gran modernidad de Casa de muñecas, coetánea de Chéjov, radica en que aquí no hay "secundarios". Todos tienen su historia, todos podrían ser protagonistas, todos interactúan y, lo más interesante, todos evolucionan. Tampoco hay meros "motores de la acción" ni villanos de una pieza.
Cuando Bergman la montó, hará quince años, todos los personajes permanecían en escena, en unas sillas laterales, prisioneros por igual en la casa de muñecas de sus respectivos roles. Hay una escena fundamental, mucho más importante que el careo final entre Nora y Torvald. Cualquier autor con redaños hubiera podido componer ese diálogo que ha quedado como la esencia o el "mensaje" de la pieza, pero sólo un artista como Ibsen podría escribir la cruel y turbadora "escena de la media", digna del mejor Nabokov, cuando Nora coquetea con el sentenciado doctor Rank para conseguir lo que quiere. Es en ese instante, atravesado por el incesto metafórico y el anhelo de negar la muerte inminente, cuando Nora va a sentir un poderoso asco de sí misma por la conciencia súbita de su rol y sus métodos. La tarantela que bailará a continuación está cargada de furia irracional por ese asco y esa conciencia. La muerte ha entrado en casa, y ha de caer ese padre suplente para que la maquinaria de la liberación se ponga en marcha. Casi podemos escuchar el rugido de sus engranajes, sobre los que aletea el lema del viejo bolero: "Se vive solamente una vez / hay que aprender a querer y a vivir". Ése es el centro, el ojo del huracán de la obra. Después caerá Torvald, por cobardía, de su propio pedestal paterno, y al final de la noche una puerta se cerrará para siempre. La gran pregunta que se abre más allá de esa puerta es: ¿seguirá necesitando Nora nuevos padres o logrará convertirse en la progenitora de sí misma? Dos moralejas coexisten en Casa de muñecas. La primera podría ser "No amarás a un extraño". La segunda, más perentoria, sería "apresúrate a engendrarte".
Dos. La puesta en escena de Rafel Durán en el Nacional de Barcelona es su mejor trabajo hasta la fecha, en los antípodas de la tenebrosa y acartonada lectura de El café de la Marina. Hay que agradecerle que haya resistido la tentación de lucirse, de propinarle a Ibsen un "concepto" modernizante, optando por servir un montaje sobrio, sensato y en versión íntegra, con la rotunda traducción de Feliu Formosa. La escenografía de Rafel Lladó, una casa con paredes de cristal que evoca un asfixiante invernadero, ilustra a la perfección esa voluntad de hallar una "poética funcional", sin estridencias "ostentóreas", como diría Coll. Laura Conejero sabe mostrar, como hizo con la Porcia de El mercader de Venecia, que Nora no es una heroína al uso. Hay en su interpretación una luminosidad esquizoide que revela, por contraste, todas sus oscuridades: una niña mimada, egocéntrica y manipuladora, histérica tanto en su "alegría navideña" como en su fantasía de suicidio heroico. Una multiplicidad de capas de las que la actriz se va despojando a medida que avanza la trama, hasta que emerge, con una gran claridad de sentimiento y ejecución, la Nora lúcida y amarga, en cuya nueva voz sabe inyectar la fatiga ante el último puente quemado y sin vuelta.
Quizá Francesc Garrido sea demasiado joven para Torvald, lo que obliga, a su vez, a acortar la edad de Rank. Entiendo la opción de dibujar a Torvald atrapado, como Nora, en un rol pueril, pero no le hace ninguna falta la borrachera del último acto: hay un excesivo retortijón formal en esa lectura. Mucho más arriesgada es la silueta del doctor. A Pep Anton Muñoz le han marcado un perfil de payaso trágico, una especie de fool chejoviano, a caballo entre Chebutikin y Gaev. En sus peores momentos está más cerca de Labiche que de Chéjov, pero se juega el tipo en su última aparición, ayudado por una idea de vestuario potencialmente suicida: un disfraz de oso blanco que Muñoz abandona pieza a pieza, primero las garras, luego la testa y al fin la piel, convertida, sobre sus hombros, en el manto de armiño de un rey desposeído. Andreu Benito (Krogstad) y Roser Batalla (la viuda Linde) están admirables, con una soberbia mezcla de vulnerabilidad y determinación, y su escena de amor -dos náufragos descubriendo una tabla de salvación en el instante más impensable- es uno de los momentos más conmovedores y mejor modulados del espectáculo. Quizá, parece decirnos Ibsen, Nora será algún día como Cristina Linde; quizá Torvald acabe mereciendo, como Krogstad, el regalo de ser redimido por amor.
P. D. Una recomendación: no se pierdan a la descomunal Cecilia Rosetto, que acaba de presentarse en la sala pequeña del Nuevo Teatro Alcalá. Corran a aplaudirla y abróchense los cinturones. Sólo hasta el 29 de marzo.
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