Un crío lloraba entre los hierros
Dos bombas dejan 67 muertos y cientos de heridos en el apeadero del Pozo del Tío Raimundo
La explosión resonó a las 7.39 e introdujo de golpe en un mal sueño a los vecinos del Pozo del Tío Raimundo, en el Vallecas más humilde. A esa hora, con el abarrotado tren de cercanías parado en la estación, dos bombas hacían saltar por los aires simultáneamente dos vagones, el cuarto y el quinto del convoy ferroviario. Las explosiones dejaron al menos 67 muertos y varios centenares de heridos. Los vagones se convirtieron en un amasijo de hierros.
"Creí que era una explosión de gas. Pero fue tan fuerte que casi me levanta del suelo", relataba una hora después Rafael Martín, de 53 años, un empleado del Instituto Municipal de Empleo que se encontraba en aquel momento en un bar cercano. "Me fui para allá, claro, y me puse a ayudar. A sacar gente herida, a veces de los mismos asientos del tren en los que viajaban, o de los bancos que había en el andén. Al poco llegaron los bomberos, que necesitaron utilizar motosierras para liberar a viajeros heridos. Por todos lados había personas muertas, despedazadas", contaba Martín, aún con el espanto pintado en la cara. "Y después, oí a un crío chillar. A un crío ¿Me entiende usted? Se lo comenté a un policía que estaba al lado mío, y los dos nos pusimos a buscarle. Levantamos una chapa metálica del tren, y allí debajo estaba, de unos 5 o 6 años, con sangre, pero estaba bien, aparentemente bien".
Una señora pregunta en el escenario del atentado: "¿Pero qué quiere esta gente de nosotros?"
Los vecinos del barrio del Pozo, uno de los principales focos de agitación obrera y democrática en Madrid durante los últimos años de la dictadura franquista, un barrio que hasta hace unas décadas se componía exclusivamente de chabolas, se echó a la calle para ayudar. En un primer momento, los vecinos sacaron las mantas de casa y con ellas acudieron al apeadero para abrigar a los heridos y cubrir los cadáveres. Después, según pasaban las horas, los vecinos llegaban con agua y bolsas de bocadillos para los agotados bomberos y enfermeros que trabajaban agobiados de sofoco en medio del laberinto de hierros recalentados de los vagones.
La zona se convirtió en un pandemonium de ambulancias a la carrera, de vecinos ayudando, de policías que no daban abasto. Algunos heridos fueron trasladados en coches del Samur. Pero muchos más llegaron a los hospitales en coches de policía, en taxis que se ofrecieron o en coches particulares que se paraban para colaborar.
Entonces, alrededor de las nueve, la policía descubrió otra mochila-bomba sin estallar en uno de los vagones del tren. "Rápidamente, los policías nos dijeron que saliéramos de allí, que abandonáramos la estación en ese momento", explicó un vecino que en aquel instante ayudaba a los heridos.
Los agentes también ordenaron desalojar temporalmente algunas viviendas situadas enfrente del apeadero y a cerrar las puertas metálicas de las tiendas. "¡Aléjense de las ventanas, porque los cristales pueden caer como guillotinas. Aléjense ahora mismo, por favor!", gritaba un policía municipal a un grupo de mujeres que estaban reunidas en una esquina.
Las escenas de nerviosismo se reproducían una y otra vez. Una muchacha de unos 14 años tuvo una crisis nerviosa, se echó las manos a la cara y sollozó sonoramente: "¡Que esto acabe ya! ¡Que esto acabe!". Después, la explosión controlada de la mochila-bomba retumbó sordamente por todo el barrio y contribuyó a aumentar si cabe el terror que ya sentían los vecinos en aquel momento.
Francisco Álvarez, que vive enfrente del apeadero, reparó en el cadáver de un hombre tendido en la acera de su calle. Había sido proyectado unos 50 metros por la primera explosión. "Nadie, con el nerviosismo, había tenido la idea de taparlo. Así que cogí una de las chapas que habían salido despedidas del tren y se la puse encima", comentaba Álvarez, en voz muy baja.
A las 10, aproximadamente, todos los heridos habían sido trasladados a los centros médicos, la mayoría al hospital Gregorio Marañón. En el apeadero, tendidos sobre el andén, sobre la calle, en el tren o sobre un jardín cercano, cubiertos con las mantas de los vecinos, yacían los cadáveres. Entonces, la policía creyó ver otra mochila con explosivo. Nuevas advertencias. Nuevas carreras. Nuevos llantos entre los vecinos, que no sabían dónde esconderse. Al final resultó una falsa alarma. Minutos después, la Cruz Roja y los servicios de urgencia comenzaron a desalojar los cuerpos sin vida en furgones oscuros. Muchos fueron evacuados por el gran boquete que la explosión había abierto en el muro de la estación. A las 14.30 no quedaba ningún cadáver en la estación.
Cerca de un contenedor de vidrio, a dos centenares de metros del apeadero, detrás del cordón policial, un hombre de unos 60 años mascullaba insultos, pegaba patadas a una caja de cartón que tenía al lado y se quedaba de vez en cuando mirando al cielo: "Son unos miserables, unos auténticos miserables. Si viera a esos de ETA ahora mismo aquí, no sé lo que haría. Tal vez colgarles de ese árbol", decía. Otro vecino, de la misma edad, añadía: "Son nuestros hijos los que iban en ese tren". Un tercero señaló entonces: "Eso es muy sencillo, propio de cobardes. Pones una mochila con una bomba dentro en un tren y luego te largas, eso es todo, y encima aquí, en este barrio, en un barrio obrero, y cuando el tren iba lleno".
Entonces, una señora que acababa de sumarse al grupo concluyó: "¿Pero qué quiere esta gente de nosotros?".
Información elaborada por Juan Antonio Aunión, Arturo Díaz y Antonio Jiménez Barca.
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