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MATANZA EN MADRID
Columna
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Las urnas del miedo

Joan Subirats

Un final de campaña inimaginable. Ni en la más calenturienta mente de cualquier analista de la política española podía haber pasado por la imaginación algo de la dimensión de lo que aconteció en Madrid. Eran muchos los que suponían que el hilo que se había ido trazando de Perpiñán a Cuenca podría acabar con un atentado sangriento. Tras el derrame mental que significó el affaire Carod y su impacto emocional a uno y otro lado del Ebro, se suponía que la secuencia lógicamente irracional de los terroristas en plena campaña electoral sería la de tratar de estar sanguinariamente presentes justo antes de las elecciones. Teníamos buena prueba de ello en numerosas contiendas electorales previas. Y es también frecuente el uso de la violencia terrorista en otras citas electorales en todo el mundo. Pero lo de ayer en Madrid, con las dudas que aún existen sobre la autoría real de la masacre, supera con creces cualquier cálculo del más pesimista de los pesimistas, y alcanza ampliamente dimensiones de récord en el escenario europeo.

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¿Cuál es la relación entre elecciones y terrorismo? ¿Qué ganan los terroristas irrumpiendo en la campaña electoral? Al margen de lo difícil que resulta tratar de encontrar itinerarios mentales lógicos para hechos como los que comentamos, porfiando, podríamos imaginar algunas posibles líneas de análisis. En primer lugar se trataría de demostrar que, aunque no exista fuerza política significativa que sostenga las posiciones de los terroristas, su capacidad de influencia procede de otras fuentes y, por tanto, el mensaje está claro: nos da igual quién gane; ese no es nuestro problema; pero sea quién sea, deberá contar con nosotros. En segundo lugar, se busca el atajo violento; no se puede esperar a que otras fuerzas políticas que han renunciado expresamente a la violencia consigan por otras vías acercarse a los hipotéticos objetivos; se quiere demostrar que sin los terroristas no habría solución, ya que ellos son los héroes imprescindibles en cualquier atisbo de solución. En tercer lugar, con la brutalidad sanguinaria se refuerza enormemente a aquel sector del abanico de fuerzas políticas más alejado de las posiciones políticas de los terroristas, y con ello se borran de un plumazo las esperanzas de los que tratan de encontrar vías intermedias que reducen de hecho el protagonismo ególatra de los terroristas. El argumento esgrimido siempre es el mismo: la sangre y el dolor. A pesar de todo ello, la historia nos dice que muy pocas veces se ha conseguido por esa vía avanzar en esas hipotéticas metas, y más bien se ha conseguido justamente lo contrario, como demuestra por ejemplo el caso que aún colea de Argentina.

Hace casi 24 años, el día 2 de agosto de 1980, a las 10.25 horas, estalló un artefacto en la estación de Bolonia y causó 85 muertos. Hace unos meses apareció un libro de Anna Lisa Torta, La città ferita (Il Mulino, 2003), que trata de analizar la memoria y el tratamiento público de lo que ocurrió entonces y de los efectos posteriores de aquella tragedia. En el imaginario colectivo italiano, la strage di Bologna ha quedado inscrita como el momento álgido de la llamada "estrategia de la tensión" que se inició con la bomba de Piazza Fontana de 1969, siguió con la bomba al tren Italicus en 1974, el secuestro de Aldo Moro, y tuvo su punto culminante en la ya mencionada estación de la entonces ciudad roja, la Bolonia del PCI. Al margen de los motivos del atentado y de la identidad de sus autores, el atentado de Bolonia se acerca a lo que aconteció ayer en la línea férrea Alcalá-Madrid, golpeando a ese enclave proletario mítico en la memoria de los antifranquistas que es el Pozo del Tío Raimundo y al que fuera su líder popular y jesuita, el padre Llanos. La tragedia de Bolonia impactó profundamente en la política italiana, cercenando claramente las posibilidades de cambio que se habían ido abriendo en el país. Cuando se cumplieron 20 años de la tragedia, el entonces primer ministro italiano, Giuliano Amato, admitió que existían numerosas dudas y misterios no desvelados, y que quizá los dos militantes de extrema derecha encarcelados no eran los únicos implicados. Probablemente tardaremos años en saber qué se oculta detrás de esas tramas del terror. Pero los terroristas, sean quienes sean, han conseguido parcialmente sus objetivos inmediatos. La campaña empezó siendo de ETA y ha acabado con el terror omnipresente y el miedo en el cuerpo de la ciudadanía. Y del miedo sólo sale autoritarismo y más miedo.

La violencia política se vuelve cada vez más funcional. Más acorde con la estabilización autoritaria de algunos países. Será difícil superar las imágenes de estos días. O las que probablemente nos depararán los casi 200 féretros cubiertos con la bandera de España en la Feria de Madrid. No olvidaremos fácilmente este atentado porque el atentado de ayer es un atentado a la democracia. Un atentado a una forma de entender la democracia. Una forma plural y abierta, en la que no existan caminos vedados; en la que la disidencia política y pacífica sea un valor. Disidencia en relación con las bases constitucionales de un país, disidencia en relación con la vía totalitaria que ETA representa o disidencia ante quienes quieren convertir a su fanatismo religioso a cualquiera que se oponga a sus designios. Los terroristas ya han votado y su voto es el del miedo. Miedo a pensar. Miedo a disentir. Miedo a expresarse con libertad. Miedo al diálogo de los demócratas. Miedo a la unidad para avanzar hacia una sociedad en la que ya no tengan razón de ser. No podemos responder con miedo a esa provocación. Acudir a las urnas y votar sin miedo es nuestra mejor respuesta.

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