El grito y la libertad de expresión
Es con sorpresa y, no tengo miedo de decirlo, con un punto de orgullo, que leo que he vulnerado la libertad de expresión del señor Rodrigo Rato en un mitin electoral en el parque del Retiro de Madrid. Francamente, no sospechaba que yo, bufón de profesión, podía hacer peligrar los derechos democráticos del vicepresidente del Gobierno, ministro de Economía, y actual candidato, segundo en la lista, del mayor partido político de España. Ingenuamente, tenía la impresión de que el PP tenía una hegemonía tan consolidada en medios de comunicación como Televisión Española y Antena 3, como para no tener problemas a la hora de manifestar sus opiniones.
El más sorprendente todavía es que este inmenso poder que estoy descubriendo en mí no ha sido ni premeditado ni planificado. Desde hace siete semanas he llevado a los espectadores del teatro Alfil a descubrir Lo peor de Madrid, en una serie de viajes turístico-políticos en autobús. El domingo 7 de marzo estaba previsto visitar la estatua ecuestre de Franco en Nuevos Ministerios para transformarla, durante unos minutos, en una estatua de Sadam Husein. Pocas horas antes de la salida, me entero de que el señor Rato y otros dirigentes del Partido Popular estarían en la Puerta de Alcalá precisamente a la hora en la que nosotros pasábamos por Cibeles. Decidí, esa misma mañana, ofrecer una atracción más a mis turistas, y nos paramos en el mitin sin ningún plan preestablecido.
Las 230 personas de los cuatro autobuses se mezclaron con las 50 que presenciaban la manifestación y empezaron a escuchar al orador. El razonamiento político y el estilo humano de los candidatos y sus seguidores contrastaba singularmente con el de mi público e, inevitablemente, el ambiente se calentó. A mí mismo me indignaron las simplezas y las hipocresías de un discurso político que me parecía hasta insultante por su banalidad, y me manifesté verbalmente con el clásico megáfono de mano, una intervención poco eficaz frente a los 1.200 vatios de la amplificación del estrado. En ningún momento hubo acciones físicas, sólo gritos de gente políticamente enfadada.
Y ésta es la cuestión.
En vísperas de unas elecciones tan importantes, en las que se enfrentan dos visiones del mundo radicalmente diferentes, creo que no sólo es legítimo el vivir la política con pasión: es imprescindible. Hay obligación en democracia de indignarse y enfadarse cuando uno tiene la convicción de que se están cometiendo injusticias. Hay obligación de gritar muy alto la oposición de uno cuando se toman malas decisiones, como en el caso de la guerra de Irak, que resultó en la muerte de miles de personas inocentes.
El grito es un instrumento político. Es la manera más antigua y visceral de manifestarse pacíficamente y, en vez de descalificar a los que gritan en las manifestaciones, uno tendría que ver en este acto una señal esperanzadora: significa que hay todavía gente que se preocupa de las cosas públicas. ¿O prefiere el Partido Popular que el único grito que se pueda oír sea: "Goool"?
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