Pequeñez
Un poema satírico de Moratín describe la admiración de un portugués al ver que en su tierna infancia todos los niños en Francia sabían hablar francés. Lost in translation, una película amable, entretenida y espléndidamente interpretada, invierte la anécdota: a su protagonista le sorprende que en su edad adulta los japoneses no hablen bien inglés. La divergencia no es casual. El portugués de Moratín era un hombre de la Ilustración que, cuando menos, había intentado aprender francés. El protagonista de la película en cuestión no ha tratado de aprender japonés ni falta que le hace: es una estrella de Hollywood y en el momento del relato, un hombre anuncio muy bien pagado. Luego lo lamenta, porque no entiende los programas de la televisión y no sabe cómo entretener unas horas de soledad por lo demás improbables: alguien que gana dos millones de dólares en un par de días no suele andar solo por el mundo. Sea como sea, lo que le ocurre es culpa suya: su propia pequeñez sólo le permite ver la pequeñez de su entorno: las pequeñas torpezas de las personas, los pequeños fallos de la tecnología: anécdotas que encogen y devalúan la realidad. De este modo, Japón no es más que un paisaje urbano caótico habitado por unos monigotes articulados e inofensivos cuyos esfuerzos por hacerse entender redundan en equívocos y en una pronunciación que da risa. Algo parecido le ocurre a la protagonista femenina: por razones distintas el vacío de sus horas también se traduce en un vacío existencial que trata de remediar mirando por la ventana en bragas y escuchando un casete de autoayuda. Lo primero no está mal, pero lo segundo resulta inadmisible si, como ella misma dice y su marido corrobora en tono de reproche, es licenciada en filosofía por la Universidad de Yale. En Tokio hay varias librerías que venden libros en inglés. Una breve historia de la guerra entre los clanes Taira y Minamoto (1180-1185) que dio origen a gran parte de la literatura épica japonesa y que culminó en la batalla naval de Dan-no-ura, en la que murió el Emperador, llevándose al fondo del mar la espada sagrada, habría hecho sus noches de insomnio productivas y apasionantes. Claro que entonces no habría habido película ni yo habría podido escribir esta columna.
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