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Crónica:NUESTRA ÉPOCA
Crónica
Texto informativo con interpretación

¿Quién engañó a quién?

Timothy Garton Ash

Este mes hace un año que Estados Unidos y el Reino Unido declararon la guerra a Irak, alegando que Sadam Husein poseía arsenales secretos de armas de destrucción masiva que representaban una amenaza para sus vecinos y el mundo entero. En realidad, Sadam no tenía dichos arsenales ni, casi con seguridad, armas de destrucción masiva. Es decir, el Reino Unido y Estados Unidos emprendieron la guerra sobre una premisa falsa.

Yo no apoyé la guerra, ni me opuse de forma activa a ella. La posición que defendí era de "torturada ambivalencia liberal". El principal motivo por el que no me impliqué fue que parecían existir pruebas de que había armas de destrucción masiva ocultas, y eso, sobre todo tras los atentados del 11 de septiembre, me parecía un argumento sólido para la intervención. Sin él, seguramente, habría dicho un rotundo no. Así que ahora quiero saber: ¿por qué me condujeron al error? ¿Quién engañó a quién? Porque no cabe la menor duda de que alguien cayó en el engaño y alguien engañó. No basta con decir "bueno, por lo menos nos hemos librado de un dictador monstruoso" y "quizá sea el principio de una mejoría a largo plazo para Oriente Próximo en su conjunto". La primera frase es cierta y la segunda todavía puede serlo, pero ninguna de las dos son justificación suficiente para lo que hicimos. Me alegro como el que más por los iraquíes que se sienten liberados, pero la guerra de Irak no se puede explicar, en retrospectiva, como una intervención humanitaria.

Me alegro de que los iraquíes se sientan liberados, pero la guerra de Irak no puede explicarse, en retrospectiva, como una intervención humanitaria
El hecho de que Sadam no fuera capaz de convencer a los inspectores de la ONU fue lo que permitió que Washington y Londres declararan la guerra
A lo mejor alguien cree que Blair es un 'Bliar' ('mentiroso'), pero yo no. Creo firmemente que estaba convencido de que Sadam tenía las armas

Estamos hablando del pasado, pero también del futuro. Como dijo hace poco a The Guardian David Kay, el inspector estadounidense de armas que no encontró armas: "La próxima vez que tengamos que gritar 'fuego', es posible que la gente no se lo crea". Y, sin embargo, puede que la próxima vez el fuego sea auténtico.

¿Y por qué me creí las afirmaciones sobre las armas? Si tuviera que limitarme a la razón fundamental, creo que por lo que nos contó el 10 de Downing Street y lo que leí en The New York Times. A lo mejor ustedes creen que Tony Blair es un Bliar

[juego de palabras con "liar", mentiroso], como dicen los manifestantes, pero yo no. Creo firmemente que él estaba convencido de que Sadam tenía las armas y, por tanto, actuó de buena fe. ¿Por qué estaba convencido? Entre otras cosas, Sadam tenía todo un historial. Había violado sin cesar las resoluciones de la ONU y había obstaculizado el trabajo de sus inspectores de armas. Además estaban las informaciones de las que disponía el Reino Unido, unos datos que le suministró a Blair el jefe del comité conjunto de los servicios británicos de información, un veterano agente llamado John Scarlett.

Si nos preguntamos: "¿quién fue el culpable?", la respuesta podría ser: "John Scarlett, en la sala del Consejo de Ministros, con una carpeta de informaciones secretas". Es evidente que Blair se dejó impresionar demasiado por el mito de James Bond y los servicios secretos británicos, pero ¿por qué exageraron los espías? ¿Es posible que John Scarlett se dejara embriagar por la cercanía al poder? Resulta verdaderamente irónico que Scarlett, un funcionario de los servicios de información experimentado y de lealtad intachable, haya hecho más daño que todas las denuncias de escándalos a la leyenda de los espías británicos.

Patrón oro

Recuerdo que, en aquellos días, los funcionarios del 10 de Downing Street, personas de gran integridad a las que conozco y respeto desde hace años, blandían el nombre de Scarlett como si fuera el patrón oro de la precaución profesional más escrupulosa. Y hay que preguntarse: ¿por qué la gente del número 10 estaba tan deseosa de creerse los datos de Scarlett? Me da la impresión de que la respuesta es ésta: porque creían que Estados Unidos, probablemente, iba a ocuparse de Irak de todas formas. Si no podían dar con un argumento que obtuviera la aprobación de la mayoría en la Cámara de los Comunes y resultara aceptable (por los pelos) para el derecho internacional, el Reino Unido se encontraría en una situación inimaginable: habría dejado a Estados Unidos en la estacada.

Me da la impresión de que se produjo una especie de dinámica psicológica de grupo en la que los personajes clave de Downing Street se reforzaban mutuamente, sin cesar, su fe en la solidez de las pruebas, igual que los responsables de la revista Stern en Hamburgo se aseguraban unos a otros que los diarios de Hitler tenían que ser genuinos. Sin embargo, para ser justos, debemos recordar que fueron muchos los expertos en armas prestigiosos -incluidos el estadounidense David Kay, ahora desilusionado, y el especialista británico David Kelly, con frecuencia olvidado- que también estaban convencidos de que Sadam ocultaba secretos terribles.

A fin de cuentas, el caso británico era secundario; lo verdaderamente importante era lo que se fraguaba en Washington. Y yo creí a The New York

Times, que para mí ha sido siempre todo un modelo de exactitud y equilibrio en sus informaciones. Pero he aquí que The New York Times publicó una serie de reportajes de portada sobre las armas de destrucción masiva en Irak que sólo se basaban en lo que decían desertores iraquíes poco fiables. Sus periodistas habían acudido a esas fuentes envenenadas conducidos por el dirigente exiliado Ahmed Chalabi y los neoconservadores estadounidenses que le apoyaban. (Un número reciente de The New York Review of Books narra esta triste historia con fascinante detalle). Si buscamos a unos auténticos embaucadores de primera categoría, conviene mirar entre esos exiliados. Para ellos, cualquier cosa que se dijera valía, con tal de que reforzara los argumentos para derrocar al dictador que estaba arruinando su país. ¿Cómo no vamos a entenderles?

Al parecer, mediante un trabajo político minucioso y perfecto, del que habría estado orgulloso Trotsky, los neoconservadores introdujeron todas esas historias en la red de Washington a través de varios organismos, además de The New York Times y The Washington

Post, de forma que las máximas autoridades pudieran creer que las afirmaciones estaban contrastadas por varias fuentes independientes. Y, en cualquier caso, había suficientes personas en el entorno de Bush que querían ocuparse de Irak por otras razones: asuntos pendientes desde la primera guerra del Golfo, preocupación por las reservas de petróleo de Oriente Próximo, el deseo de seguir arrinconando las posibles amenazas después del 11 de septiembre. ¿Recuerdan el comentario de Paul Wolfowitz de que se escogió el asunto de las armas como justificación concreta de la guerra por motivos "burocráticos"? Pero no, las informaciones sobre las armas fueron importantes. En un libro basado en conversaciones con el ex secretario del Tesoro estadounidense Paul O'Neill, Ron Suskind presenta una escena inolvidable en la que el Consejo de Seguridad Nacional de Bush, en su primera reunión (enero de 2001), se dedica a examinar una fotografía "del tamaño de un mantel" de una supuesta fábrica de armas secretas en Irak. Todos nos acordamos del discurso de Colin Powell ante Naciones Unidas. Posteriormente, él mismo ha dicho que no está seguro de que hubieran emprendido la guerra si hubieran sabido que Sadam no tenía ningún arsenal de armas químicas ni biológicas. Ahora bien, hay una persona que tenía que saber, durante todo ese tiempo, que Sadam Husein no disponía de dichos arsenales. Esa persona es Sadam. En última instancia, el hecho de que no fuera capaz de convencer a los inspectores de la ONU de que iba a cooperar plenamente fue lo que permitió que Washington y Londres declararan la guerra, porque ayudó casi a convencer incluso a escépticos como yo sobre el argumento crucial de las armas de destrucción masiva. ¿Por qué no abrió de par en par todos los palacios, todos los búnqueres, todos los armarios, en lugar de avanzar hacia una derrota anunciada? ¿Fue cuestión de orgullo árabe, pura confusión, o una arraigada costumbre de recurrir al subterfugio? Hay un hombre, en manos de los estadounidenses, que podría ayudarnos a aclarar el último gran misterio de la guerra de Irak: Sadam.

Tony Blair.
Tony Blair.AP

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